miércoles, 10 de noviembre de 2021

Los silencios de mi tío

 Anoche lo soñé. Sentado en la enorme mesa de madera maciza, comiendo sus bifecitos con cebolla y huevo que tanto le gustaban y que tan ricos le salían. Estaba en silencio subsumido en ese, su mundo llevando a cuestas tantos años de soledad y trabajo duro tallados en su cara. Y nosotros a su lado, invitados a comer en un silencio parco pero afecto.

Como cuando con la mirada te ofrecía un mate, sentado en su silla de madera con rezagos de lo que otrora fuera pintura celeste, ya casi destartalada, con su equipo de mate bien dispuesto en su mesita roja desteñida por el recalcitrante sol del norte. Con un ademán levantaba el mate, y su mirada te invitaba a acompañarlo. Casi no emitíamos palabra. Pero juntos y en silencio nos uníamos, entre mate y mate, a mirar el cielo de las cinco de la tarde, casi turquesa; el cañaveral que con los años sigue dando batalla y no deja de crecer, el terebinto, testigo de llegadas y partidas de toda la familia, cuyas hojas como clinas se deja peinar por el viento en una mágica danza misteriosa y eterna.
Ese silencio, como cuando preparaba el fuego para hacer asado, el sigilo con el que seleccionaba la madera, con el que maniobraba el hacha luego de tantos años, aquella herramienta había pasado a ser una extremidad más.
El silencio lo invadía todo, menos sus ojos. Ah si, esos ojos pequeñitos y redondos, idénticos a los de su madre, mi abuela, contaban historias y también las guardaban. No necesitaba saberlas, disfrutaba compartir esos tan adorables mutismos como un ritual entre él y yo.
Fue así qué mi tío me enseñó, a crear y a entender mis propios y estruendosos silencios en un ritual de modesta serenidad entre un tío sin hijos y una sobrina sin padre.

jueves, 16 de septiembre de 2021

Los panes de mi abuela

 Iba y venía mi abuela cuando tocaba hacer el pan, se le volaban las cimpas grises que se desbordaban por sobre los hombros y llegaban hasta las caderas. Iba y venía con su batón oscuro de flores que apenas se dejaban adivinar, nunca llevaba colores brillantes porque ella era viuda y por respeto al finado, solo vestía colores tristes.

Prendía el fuego, para que se vayan haciendo las brasas. El horno, parecía una enorme tortuga de barro, que reposaba en de fondo de la casa, mucho antes del cañaveral. A los costados estaba la leña acomodada que esperaba la horneada semanal con complacencia.
Buscaba los ingredientes en la casa, hacía una montaña de harina que sacaba de una bolsa de arpillera y la ahuecaba en el medio, le agregaba, levadura que tenía guardada de una amasada anterior, un poco de sal, agua, y el chicharrón que chillaba en el fuego.
Amasaba el pan en la mesa celeste y descascarada, dentro de la vieja cocina de adobe y techo de paja. Desde muy temprano, sus arrugadas manos comenzaban con la tarea y los rayitos de sol que entraban por la diminuta ventana, dejaban ver rezagos de harina suspendidos en el aire.
Sus ojos redondos y chiquitos se iluminaban y sus manos parecía estar tocando el piano al cocinar, ella esgrimía con la destreza de un samurai, el palo de amasar para hacerme los Guanacos de pan que a mi tanto me gustaban.
Espectadora silenciosa de una tradición añeja, mi mayor alegría llegaba cuando me daba un pedazo de masa y me enseñaba como hacer un Guanaco, con esa tranquilidad que solo tienen las abuelas.

jueves, 19 de noviembre de 2020

Hasta que morimos

 

Parecíamos locos hablando de cosas sin sentido

Dijo la anciana y puso la pava vieja a calentar en el brasero junto a la mecedora.

Se le notaba en la cara cuanto disfrutaba tomar mate en la galería, mientras recibía la tibia brisa del atardecer en el arrugado rostro.

Su nieta despeinada y rostro acalorado, sentada en el piso de madera, la miraba con admiración cuando la anciana le contaba esas cosas de hace mucho tiempo.

Eran otros tiempos. Donde estabas conectado todo el tiempo recibiendo información que te llenaba la cabeza de cosas que realmente no eran necesarias.

La pequeña, abría los ojos sobresaltada, asombrada, imaginando a su abuela con un cable en la cabeza sentada en una silla y enchufada a una maquina tenebrosa.

Recuerdo a un chico que se llamaba Mateo y que gano un premio internacional por un video corto muy bonito que hizo, donde una médica y una anciana convivían en paz. Claro, el video era el deseo de ese chico, porque en la realidad, los médicos fueron discriminados, echados de sus casas, y tratados como delincuentes.

La niña sonrió, y dijo Los videos eran como libros pero con imágenes que se movían, ¿no abuelita? Capaz ese Mateo solo escribía ficción como los cuentos que me leíste donde había cosas que no son reales. ¿La médica era un hada o la anciana era el hada?.

La mujer no respondió. Una lágrima corrió por su mejilla. El razonamiento de su nieta era inocentemente cruel y certero. Con el dolor reflejado en sus ojos, parecía aceptar que en aquellos tiempos no había paz en su tierra, aun cuando no habían entrado en guerra con otros países. No. Era una guerra interna, que se había instalado en esa sociedad que ya no existía, una guerra que había empezado sin que se dieran cuenta y que duró más de 50 años. Una guerra que dio paso a los desastres que vinieron, una guerra que cobro muchas vidas, una guerra moral que se llevó a muchos, una guerra perdida, no hubo ganadores, solo sobrevivientes en un mundo que se precipita a su propia condena.

El aroma a pan recién echo, la sacó de sus pensamientos. Su nieta se paró de un salto y entró corriendo a la cabaña. No te levantes abuelita, yo los saco y te los llevo.  Gritó desde adentro con toda la energía de quien sabe que está ayudando.

Volvió con un plato lleno de panecitos humeantes, los dejó en la mesita de madera decorada, al lado de su abuela y volvió corriendo adentro a buscar manteca y un cuchillo. Pero esta vez volvió despacio, contando los pasos, mirando donde pisaba. Su abuela le había enseñado que nunca debía correr con un cuchillo en la mano.

La anciana cortó el pan, untó la manteca hecha en la mañana y le extendió a su nieta el manjar que compartirían esa tarde.

Entre bocados, la nena inquieta insistió como si le hubiera leído la mente ¿Vos luchaste abuela?

La pregunta la inquietó, se paró como pudo, ya no tenía la agilidad de la juventud, puso la mano derecha en su cintura y se masajeo, suspiró mientras con la mano izquierda se apoyaba en el bastón que ella misma había hecho. Le echó una mirada al rojo atardecer que se brindaba a ellas en la lejanía y se dirigió a la puerta. El viento comenzó a soplar un remolino de polvo se dibujó en el terreno árido. Con un pie adentro y otro afuera, se dio vuelta olfateó la tormenta que se aproximaba y con inefable tristeza respondió.

Por supuesto mija. Luchamos siempre, hasta que morimos.

miércoles, 22 de julio de 2020

La estancia


Luego de quince minutos de haber llamado a Ian por teléfono avisando que llegamos, vi -al borde del cerro que se levantaba tranquilo y redondo, a no menos de dos kilómetros- la estela de polvo que iba dejando la camioneta que venía a recibirnos.
La propiedad era de unas 20 mil hectáreas, aunque el tiempo y el gobierno le habían sacado a la familia una buena parte de lo que era en sus comienzos. Las tierras se extendían a lo largo de la ruta que lleva a Puerto Natales por kilómetros y kilómetros y se abría hacia el oeste hasta donde la vista se pierde en el horizonte, de igual manera al sur como al norte.
La sonrisa de Ian -clara como sus ojos- salió de la nube de polvo. Apresurándose al abrazo en señal de bienvenida.
Pasamos la tranquera en caravana, rumbo a la estancia. Para llegar debíamos pasar por varios sectores que dividían el campo, y los animales. Nos recibieron incontables vacas amigables. Al pasar a la segunda parte, nos miró amenazante un toro de ojos rojos al que debimos esquivar en el sendero sin demarcar.
En el siguiente tramo, las ovejas formaban una nube blanquecina de algodón que se movía por el pasto y se deshacía al pasar junto a ellas. Más allá, vacas con sus crías donde decidimos parar y acariciar algunos becerros.
Ya no nos alcanzaban los ojos para deslumbrarnos cuando más adelante, nos esperaba un bosque parecido al de árboles peinados que vimos en otro tramo del viaje. Era tal la fuerza del viento en que los árboles crecían de una manera que parecían peinados impecablemente todos hacia el sur este.
Continuamos la marcha y pasamos por viejas ruinas, donde el viento lloraba erizando la piel. Se sentía en la piel, había mucha historia en estos lugares.
Llegamos con la idea de pescar salmón en el Rio Penitente, acampar, convivir un poco con la naturaleza en el llano, pues veníamos de las Torres del Paine agotados por las largas caminatas y escaladas.
Ian, nos llevó a ver varios sectores junto al río. La belleza de los lugares propuestos radicaba no solo en su topografía, sino en la carencia absoluta de la voluntad del hombre, lo cual le daba al lugar un aspecto virginal.  
-          ¿Porque no duermen en la estancia? – dijo como quien no quiere la cosa, mientras nosotros estábamos absortos en el paisaje – es que parece que anda un puma, hace dos días encontré unas ovejas muertas del otro lado – y apuntó con el dedo la cima de un monte que se alzaba a algunos quilómetros de donde estábamos.
La estancia contaba con varios edificios antiguos, de distintas épocas, ubicados a unos veinte o treinta kilómetros de la ruta que comunicaba con la civilización. Sencillamente en el medio de la nada.
Así nos dirigimos al edificio principal, el cual hasta hacía dos años había obrado de hostería, pero que ahora era su vivienda.
Viví nos esperaba en la entrada. Era una mujer de aspecto débil y mirada fuerte, petisa, pelo corto y piel morena. Nos dio la bienvenida y nos llevó a dar una recorrida por el magnífico edificio.
Estaba construido en una planta. Al ingresar nos abrazó el vestíbulo principal, con sillones altos de madera tallada y terciopelo bordó, estaban custodiados desde el techo abovedado por una araña de vidrio tallado en infinidad de gotas que parecían lágrimas suspendidas en el aire.
La acogedora entrada daba paso a un pasillo mediante una puerta de dos alas, alta pesada con vidrios fumé que dejaban pasar la luz.
El pasillo de más de treinta metros daba a seis puertas de cada lado que eran habitaciones con baño privado. De tanto en tanto, algún mueble recostado sobre la pared repleto de adornos interrumpía la monotonía de la alfombra por la que caminábamos.
El pasillo finalizaba en otra puerta de dos alas que daba a la cocina, pero antes de llegar a ella doblaba a la izquierda donde se abría en distintas salas de estar, de juegos, lectura, otra para mirar la TV, más parecía un museo que una casa donde vivían dos personas.
En la cocina el atractivo principal era la cocina misma. De losa blanca con pequeñas flores azules decorativas. Funcionaba a leña, medía al menos 1.5 metros de largo y pesaba dos toneladas de hierro, dato que me dio Viví al verme maravillada por ella. Primero hicieron el piso, luego pusieron la cocina que trajeron de Inglaterra allá por el 1800 y después construyeron la casa en torno a ella, me contó.
De la cocina se abrían otras puertas, una iba a la despensa donde guardaban los víveres, otra a una lúgubre sala de calderas y por fin una puerta pequeña salía a un patio trasero con un suelo prolijamente trabajado lleno de verduras, legumbres y chochos.
Pasando la cerca blanca, la propiedad se extendía hasta más allá del horizonte que en ese momento se tornaba naranja ambarino dando la sensación de que los montes y cerros se habían prendido fuego.
Este edificio y varios de los derrumbados que dejamos en el camino de ingreso, fueron construidos con ladrillos fabricados en uno de esos edificios donde trabajaban esclavos e indios domesticados de la zona.
Donde estábamos, no solo era un lugar de techos altos, pisos de madera, ventanales altos y finos de vidrios trabajados por donde la luz irrumpía en la penumbra de tantos recuerdos acomodados en los muebles que se conservaban íntegros a pesar del paso del tiempo.
A medida que caminábamos conociendo el lugar, cada ambiente parecía tener una personalidad. Al ingresar en cada sala, podía sentir la vida que en otrora inundara el lugar. Pude ver como en una película antigua y por una milésima de segundo, las damas sentadas en los sillones tomando el té al lado del ventanal, imaginé sus vestidos blancos, sus bucles dorados, las tazas con borde de oro, la mesa redonda repleta de vajilla inglesa.  Pero no pude imaginar sus rostros.
La sala donde se exhibían herramientas recuperadas del campo desde herraduras hasta arados, pasando por boleadoras, cuchillos, armas de fuego antiguas, me pareció más oscura, aún con la iluminación puntillosamente predispuesta para resaltar las piezas, sentí un escalofrío que me recorrió el cuerpo.
Viví continuó mostrándonos el lugar, cada sala un comentario o descripción breve hasta que por fin nos contó que la casa había estado abandonada durante más de tres décadas y que se mudaron allí hacía seis años.
No me sorprendió escuchar que le costó mucho mudarse porque le tenía miedo a la casa. Se respiraba en ella un aire pesado y triste.
-          Nosotros vivíamos en la otra casa que está allá – dijo señalando por la ventana una casita blanca mucho más pequeña y pintoresca.
Comentó que mientras estaban en la otra vivienda, siempre sintió -que a pesar de estar deshabitado este edificio- había alguien que veía paseándose a través de las ventanas, también que la observaban, y que cada tanto veía gente de negro parada mirándola por alguna ventana.
Contó que la familia, siempre conservó los muebles. Juntaron polvo con el paso del tiempo y que para mudarse había mucho que limpiar y acomodar. Nos confió que cuando empezó con la limpieza, sin saber porque, sentía miedo al entrar, hasta que comenzó a pararse en la cocina, pedir permiso y saludar en voz alta y  así, la tensión que sentía comenzaba a soltarla.
-          Después me acostumbré a todo – dijo y nos siguió guiando en la recorrida.
 Caída la tarde y luego de acomodarnos, Viví anunció que comeríamos pollo asado. Dispuso un comedor con una mesa de roble con lugar para unos catorce comensales. Destapamos una botella de “Casillero del diablo” violeta y disfrutamos de la charla, mientras se hacía la comida.
Una vez ubicados en nuestros lugares cenamos y el vino suave, espeso y con un delicado sabor a frutos rojos comenzó a subirse a mi cabeza, por lo que me disculpé y me retiré a dormir mientras el resto del grupo se debatía en un juego de TEG.
La habitación que nos habían asignado se ubicaba a dos puertas de la cocina. Estaba discreta y delicadamente adornada. En su centro la cama King se desparramaba con un acolchado claro y sabanas con bordes de broderí blanco en combinación con las cortinas de la amplia ventana de cristales impecables.
El respaldo de la cama era de madera tallada, cuyo dibujo dejaba adivinar un paisaje montañez con un ciervo de imponente cornamenta, mirando la luna desde lo alto de un risco. Magnífico, pensé. Era una obra de arte.
Admiré el resto de los muebles que combinaban exquisitamente con el respaldo de la cama. Me metí en el baño blanco en firme contraste con la habitación, me di un relajador baño y me acosté. No pasó mucho tiempo para que el sueño me doblegara, descansé tan profundamente que al despertar no sabía dónde estaba.
Percibí la luz entrando por la ventana, escuché ruidos. Vi pasar la silueta de un jinete en su caballo y escuché sus cascos resonando en las piedras del sendero lateral del edificio al que daba la ventana. Escuche el bullicio de la gente hablando, ruidos de platos y cubiertos del otro lado de la puerta de la habitación. En la puerta del baño logré ver la silueta de alguien.
-          Avísame cuando termines así me levanto – dije a mi pareja, acurrucándome en la cama y cerrando los ojos.
Al girar sobre mí, se me cortó la respiración al sentir a Ariel dormido a mi lado, me senté de golpe mirando la puerta del baño. No había nadie. De repente el silencio inundó el lugar. Entré al baño despacio, pero no encontré nada. Me relajé a medias, los ruidos y el bullicio del exterior fueron retomando el ritmo a medida que me vestía.
Debe ser mediodía y yo durmiendo, me avergoncé. Cuando estuve lista para salir, recordé que no tenía zapatillas, las dejé en la entrada el día anterior. Tenía que sacarle las zarzas que se le habían pegado de andar en el campo. Miré a Ariel que dormía plácidamente y le toqué el hombro. Respondió con un resoplido y se dio vuelta.
Al abrir la puerta de la habitación y salir al pasillo, con medias como único calzado, el lugar se volvió a sumir en un silencio absoluto. El sol entraba por las ventanas generando un resplandor amarillento formando líneas con el polvo que jugaba suspendido en el aire.
Me dirigí a la cocina para ver si podía ayudar en algo, pero al llegar no encontré a nadie. La cocina estaba apagada y fría, la mesa vacía y lo único que se escuchaba era el tic tac del reloj que colgaba de la pared y marcaba las ocho de la mañana.
Era lógico que estuvieran todos durmiendo, era sábado y se quedaron jugando TEG. No sabía prender la cocina, no podía fumar ahí adentro, así que me senté en la mesa redonda mirando hacia el pasillo. Estaba evaluando la posibilidad de volver a acostarme, cuando ví una persona a través del vidrio fumé del otro lado del pasillo que se movía en dirección a mí, al traspasar el umbral de la puerta alta desapareció ante mis ojos.
Salté como si tuviera un resorte en las piernas. Miré mejor, no había nadie. Solo silencio y el tic tac del reloj que comenzaba a atormentarme. Detrás de mí, se abrió levemente la puerta que iba a la sala de calderas. Giré sobre mí esperando ver a Ian salir del lugar, pero esperé en vano. No salió nadie. Me asomé dubitativa. Mis zapatillas estaban en la escalerita del otro lado de la sala. Quizás Viví las puso ahí para que las vea cuando salgo, me convencí.
La sala de calderas era una habitación en desnivel y para alcanzar las zapatillas debía bajar unos seis escalones, atravesar la sala y subir otros seis escalones que daban a una puerta que salía a la parte del estacionamiento.
Me paré en el borde y miré la puerta de salida, tenía pestillo puesto, quizás esté con llave. Busqué con la mirada y vi colgada la llave al lado de la puerta. Las calderas hacían ruido, la casa hacía ruido, pero más que ruidos parecían lamentos que me recorrían de pies a cabeza. Me embargó la urgencia de salir de ahí. Sentí la presencia de alguien detrás de mí, temí mirar, dude, pero giré y no había nadie. Debía salir de ahí. Me temblaban las piernas. Calculé la escalerita de bajada y de subida, ¿Cuánto tardaría en abrir la puerta? no quería quedarme en esa sala ni un segundo más de lo necesario.
Baje de dos zancadas, apuré el paso entre las sombras hasta llegar a la luz que iluminaba la escalera de salida, salte y agarre la llave, sentí algo moverse detrás de mí, no miré, abrí la puerta, tomé mis zapatillas y salí corriendo hasta el auto que estaba en el estacionamiento, me metí adentro con la respiración entre cortada y trabé las puertas. No debo llorar, pensé, no debo llorar. Temblaba. Como si todo el frío del mundo me abrazara. Nunca había tenido tanto miedo.
Lo que sea que hay ahí no me quiere en la casa.  Deduje. Mi bolso estaba en la habitación, no podía irme sin Ariel. Prendí la radio, solo estática. Mi celular estaba en la casa. No tenía forma de pedir ayuda. ¿Ayuda porque si no me había pasado nada? Tenía que volver a entrar. Una idea desesperada. Junté coraje por más de media hora, o quizás fueron unos minutos, pero a mí me parecieron eternos. Limpié las zapatillas, me calcé y encaré la puerta.
Calculé cuanto tardaría en llegar a la cocina y me lancé en una corrida, llegue y trabé la puerta detrás de mí. Me paré en el medio de la cocina y dije con sumisión: Buenos días, con su permiso voy a pasar. 
Volví a tomar asiento más relajada. Ian llegó a calentar agua para el desayuno.
-          Buen día, ¿levantada tan temprano?
-          Yo… - no podía contarle lo que me pasaba- es que escuché… gente y me levanté, pensé que era más tarde.
-          Viví ya viene a preparar el desayuno – dijo y me miró de la cabeza a los pies. Miró las zapatillas a las que aún le quedaban algunas zarsas y rastros de cardos enganchados – Son difíciles de sacar una vez que se te pegan. Te acostumbras o pueden ser una pesadilla.
-          ¿Qué hacen acá solos? – dijo Viví desde el umbral de la puerta mirando a Ian
-          Ya, es que la han estado espantando. Pero creo que ya lo resolvió.  – respondió Ian con naturalidad y Viví me sonrió con naturalidad en gesto de aprobación.



Enero 2012

domingo, 31 de mayo de 2020

La película


No recuerdo en absoluto la película, no recuerdo cuantos años tenía, ni la sala de cine, estoy segura que era el cine, no recuerdo con quien fui , quizás con mi tía, es que con ella vivimos muchas aventuras, solo recuerdo una escena.

Era un maravilloso día, la pradera brillaba con el sol, la brisa suave acariciaba la hierba formando olas acompasadas, las mariposas revoloteaban, el mundo era perfecto y Bamby y su mamá pastaban alegres. Era la primera vez que iban después de todas las recomendaciones de su mamá y las veces que practicaron. Mamá le había contado que ese lugar era el más peligroso del mundo.

Con cuidado Bamby se fue adentrando en la pradera y a cada paso, no paraba de asombrarse, cada insecto, cada raíz, cada hoja hacían que sus ojos se agranden como si fueran a salir de sus órbitas, su inocente asombro no tenía límites.

El pequeño salía al mundo y lo descubría, al cuidado de su mamá que vigilaba de cerca.
Cuatro perdices volaron y mamá cierva fijó su mirada en ellas. No pasó un segundo que salto y comenzó a correr veloz y grácil a la voz de corre Bamby! Corre!

Y corrió. Veloz y desesperado, como si quisiera alcanzar su corazón que pareció salirse de su pecho y dejarlo atrás. En el aire retumbó el sonido sordo feroz y mortal de un disparo.

Llegó a los árboles protectores, agitado y sin aliento. Se dio vuelta. Buscó a su mamá co la mirada. El silencio fue perpetuo, el rostro ocupaba toda la pantalla. Sus enormes ojos brillaban y se desbordaban. Comenzó a rasparme la garganta y una piedra me apretó el pecho mientras el pronunciaba esas trágicas palabras: Mamita, donde estás?

 Y desconsoladamente, rompí a llorar.

Mi primer recuerdo


Corría el invierno del 72 y vivíamos en Buenos Aires, pero claro, yo no tenía conciencia de ello, nací el 24 de agosto de 1970 en Chilecito, La Rioja, dato del que me percataría años más tarde.

Mis zapatos negros de charol relucientes, no se movían de la baldosa naranja con ribetes blancos amarillos y negros. Desde ese cuadrado de 20 por 20, podía ver que la mesa escuálida de fórmica marrón y patas negras también delgadas en la que comíamos todos los días estaba llena de cosas y las sillas no estaban. Gladys, la vecina de al lado, con su ir y venir apresurados, hacían que me mantenga callada y quieta en un costado. Yo era la espectadora de un momento inolvidable.

La luz amarillenta bañaba como de costumbre esa cocina-comedor. Gladys ni se percataba de mi presencia ahí, era un mueble más. Ella era una mujer gigante, parecía una montaña en comparación a mi mamá y su escaso metro cincuenta, llevaba un batón azul de florecitas blancas diminutas, su cabello corto a lo varón y de color negro azabache, no paraba de moverse y de a ratos desaparecía detrás de la cortina floreada que servía de división de los dos ambientes. Yo no podía ver que sucedía adentro.

Pero en una de esas idas y venidas, Gladys trajo algo envuelto que agarraba cuidadosamente, no podía ver que era aunque estiraba el cuello y me paraba en puntitas de pie sin éxito. No vi, pero por el ruido, entendí que lo metió en un fuentón verde claro de plástico lleno de agua.

Por unos segundos, por fin pude ver por un costado de la mujer. Se dibujaba difuminada y borrosa, una mano pequeña, que tocaba y se patinaba contra el fuentón. Yo no entendía. Hasta que Gladys, me miró y con una dulce sonrisa, me dijo: “Vení, conocé a tu hermana.”

miércoles, 27 de mayo de 2020

Dia 68


Mi mamá es la mejor. Todos los días juega conmigo, me da de comer, me acaricia y me arropa cada noche para ir a dormir.
Pero, mi mamá a veces me daba miedo. Una vez se metió en un bosque para hacer esas cosas de supervivencia. Volvió a los 3 días, distinta, brillante y con la firme convicción de sobrevivir a lo que sea. Para mi ella ya era una superviviente, pero parece que no lo sabía.
Yo la escuchaba hablar, de preparar mochilas, una para cada uno, de almacenar agua, y comida no perecedera. Desde esa vez, todos los meses, la veía volver del mercado con enormes bultos de mercadería, que en parte usábamos y en parte servía de reserva.
Todos los días ella se iba a la mañana y volvía cuando el sol se ocultaba y siempre, desde el portón me decía; “ Mamá, se va a trabajar. En un rato vuelvo. Esperame y jugamos. “ y yo la esperaba y cuando llegaba era como que el sol salía de nuevo.
A veces se iba, unas semanas o hasta un mes entero, me dejaba con mi hermana mayor, que se quedaba contenta a cuidarme y me decía. Mamá ya va a volver, fue a buscar un lugar bonito. Y cuando volvía, lo hacía contenta, y me contaba que había hecho, los lugares que había visto, sus planes, que yo no entendía, estábamos bien donde estábamos yo solo quería estar con ella, lo demás, no me interesaba pero ella hablaba de un lugar donde pudiera correr y yo seguía sin poder entender.
Pero hace un tiempo, ella ya no se va por las mañanas, se la pasa en la casa muy cerquita mío, dice que trabaja, pero yo la veo con la compu todo el día y a veces también de noche. Yo estoy feliz, pero ella ya no brilla. Jugamos, pero ella no siempre tiene ganas. Yo la acompaño. Hace 68 días que esta acá conmigo, yo estoy feliz, pero ella parece preocupada. Ha dado vuelta los muebles, ha organizado mil veces las cosas en distintos lugares, una vez a la semana parece que nos mudamos a casa nueva, muchas veces pinta, hace cosas lindas de colores, los cuelga para decorar el lugar, hace cajas preciosas y frascos con dibujitos, todo el día toma mate y cuando ella come, yo como con ella, le doy besos, y ella me acaricia. Pasamos tanto tiempo juntos que a mi me parece un sueño, aunque ya no salimos a correr por el campo. Ella dice que no se puede, que hay que prepararse, sigue juntando cosas y ordenandolas. Dice “parece que se va a poner peor”, pero que puede ser malo si ella esta todo el día conmigo?