jueves, 24 de marzo de 2016

El sapito de ojos amarillos

En aquellos veranos de mi infancia, la siesta era la hora del silencio, la hora del diablo –decía mi abuela- para que no vaya a jugar al rayo del sol. Lo mismo decía mi mamá acá en Buenos Aires para que yo no me trepara en la higuera pero con muchos menos resultados que mi abuela. Ella inspiraba respeto y su palabra aunque cariñosa, era una orden a cumplir a rajatabla. Era tentador salir a jugar en el campo, pero me acostumbré a jugar callada y tranquila bajo la protección de la galería increíblemente fresca con sus paredes de barro y techo de paja. La consigna era no despertar a nadie. La siesta era sagrada en ese pueblito que descansaba en medio de una quebrada precordillerana de la Provincia de La Rioja.
La vida allá era sencilla, y sigue siéndolo aunque pasen los años. Por la mañana, como todas las mañanas, había que traer agua del pozo. Era la travesía matutina, una aventura que no renegaba en emprender. No era lejos y resultaba entretenido. Encontrábamos huellas de serpientes, alguna cabra perdida, pero sobre todo, algún vecino con quien charlar un rato. Las charlas no eran intelectuales, era más bien un “¿Cómo está usted? Ó ¿Cómo está su mamá que hace mucho no viene por estos pagos?”. Todos parecían conocerme, todos me trataban de usted aunque fuera una niña y yo no conocía a nadie. Me contaban que ellos habían ido a la escuela con mi mamá, como montaban en burro dos horas para llegar todos los días y yo no podía imaginármela de pequeña y guardapolvo blanco y montada en burro. Así es, que solo sonreía y respondía que mi mamá se encontraba bien. Siempre hay que ser educada decía mi abuela, usted salude y responda lo que le preguntan. Si le preguntan por alguien de las gracias, porque si preguntan es que les importamos. No solo su vida era sencilla, también sus pensamientos, era tan básica que creía que las preguntas eran porque la gente se interesaba en nuestro bienestar y no por chismosos.
Aquel verano, no había niños de mi edad, la hija de la Chacha apenas comenzaba a caminar y el Javier ya había vuelto del servicio militar. Eran demasiado pequeños o demasiado crecidos como para jugar conmigo, que ya había cumplido en agosto los once años y aunque había comenzado a desarrollarme seguía jugando con muñecas, pero todas habían quedado en Buenos Aires.  Mi abuela decía que yo era chica para cuidar a los más pequeños y que Javier ya estaba “ancho” para jugar conmigo, pero a veces íbamos a los cerros a caminar con mi tía. Estaba yo en una edad intermedia donde no se es chica ni grande. La edad en que sos chica para caminar y jugar sola en el monte, pero grande para ayudar con las tareas de la casa; chica para hablar en la mesa sin pedir permiso, pero grande para ir a buscar agua al pozo, aunque el balde pese y tengas que hacer varias paradas.
En fin, lo del agua no me molestaba, lo consideraba una aventura. Corría a buscar el balde y salía disparada por la puerta… al llegar a la tranquera frenaba de golpe levantando una nube de polvo. Desde ahí disfrutaba el camino mirando el cielo, las tunas y los enebros, los burros y las cabras. Una sonrisa de satisfacción se dibujaba en mi cara al sentir la tierra roja bajo mis pies, el aire inflar mis pulmones con ese aroma particular que tiene el campo, la naturaleza, lo lejano lo querido. Buscar agua acompañada era un trámite de veinte minutos; sin embargo ir sola, me demandaba una hora o más pues había tantas cosas con las cuales me maravillaba a diario.
La yegua de doña Cata a punto de parir con su enorme barriga que parecía un globo plateado. Los cabritos del viejo Saenz ya comenzaban a seguirme si me veían pasar y el burro de don Anselmo ya no me tenía miedo cuando me acercaba. Las plantas y hasta los insectos me llamaban la atención, me gustaba espiar los cascarudos dentro de las paredes de barro del rancho de doña Nely, y si las gallinas de algún vecino tenían pollitos admirarlos me demandaba varios minutos, nunca logré que los de Doña Nely se me suban a la cabeza como los de mi abuela. Cuando recordaba que tenía que ir a buscar agua salía nuevamente corriendo y llegaba al pozo agitada, pero con chispas de felicidad en los ojos. Buscar agua y darle de comer a las gallinas, eran las tareas que más me gustaba hacer cuando visitaba a mi abuela.
Ya en el pozo, tiré el balde como de costumbre, dejé que se llene hasta la mitad para que me sea más fácil sacarlo. Así guardaba fuerzas para acarrearlo lleno hasta la casa. Al tomarlo para volcar el contenido en el balde que yo llevaba, vi que diminuto se movía en el agua un sapito de ojos amarillos. No era renacuajo, era adulto, y lo que me llamó la atención fueron sus ojos, con los que me miraba asustado. Incliné el balde para devolverlo al pozo, pero nadó y se agarró del borde y se quedó conmigo. Un amigo que me haga compañía pensé. Terminé la tarea y me encaminé para la casa.
En el trayecto no me distraje con nada, mi pensamiento era que el sapito siga en el balde. Le conté que era bueno conocerlo, porque no tenía amigos en el pueblo. Lo bauticé como Santiago, en honor a mi tío, que nunca conocí porque desapareció  hacía unos años y desde el 77 no supimos más de él.
La vuelta fue sin escalas, quería llegar y presentarle a mi abuela. Ella, con una sonrisa, me dijo que lo coloque en otro cuenco cerca de la casa porque las gallinas andaban cerca. Fue así que me entretuve toda la mañana y ya planeaba mi vuelta a Buenos Aires con Santiago, hasta pensé en buscar otro para que mi hermana no se ponga celosa. Es que en casa, cada una tenía un gato, ella tenía a Lucho y yo a Chelo y llevar a Santiago desequilibraría las cosas.
Almorzamos y llegó la hora de la siesta, mi abuela se metió en su habitación y yo me metí a jugar en un fuentón de lata para refrescarme. A mi lado, nadaba Santiago en el cuenco que yo llevaba y traía para todos lados.
Al promediar la siesta, el agua y el silencio  me arrullaron y me quedé dormida, siempre tuve facilidad para dormir en cualquier lado y esa no sería la excepción. Cuando desperté, ya el sol había empezado su descenso y mi abuela me anunció que la maicena estaba lista. Allá la merienda era con maicena y con pan recién hecho y quesillo de cabra, y ella tomaba mate con burrito. Tomé y comí y cuando terminé me fui saltando a ver a Santiago para seguir jugando.
El cuenco estaba vacío. Miré el fuenton esperando que hubiera saltado y gozara de un lugar más amplio para nadar, pero no estaba. Comencé a buscar y a llamarlo, como si fuera un perro que va a venir porque lo llamo. Llamé a mi abuela para ver si ella lo había visto, claramente no era algo en lo que ella estuviera pendiente. Javier entró por la puerta y lo interrogué si no había visto a Santiago, mi sapito de ojitos amarillos y el soltó sin querer sin pensar sin saber una carcajada  y una sentencia “se lo habrá comido una gallina” El sapo no estaba, y mis ojos se clavaron en una gallina que estaba picoteando el piso ni cerca ni lejos de la galería. El ave levantó la vista y me miró como si le hubieran dolido las miradas que le eché, me miró con esas miradas que tienen las gallinas, miradas vacías y lejanas, pero comenzó a caminar despacio, levantando una pata y manteniéndola en el aire unos segundos, bajándola y haciendo lo mismo con la otra pata, pasos espaciados, lentos, lánguidos, infractores. Con paso –que yo entendí- culpable fue alejándose de la galería. “Fuiste vos!”  grité y comencé a correr en su dirección. Las gallinas son animalitos muy escurridizos, muy difíciles de atrapar. Si no me creen, pregúntenle a Rocky Balboa como tuvo que entrenar para atrapar una. Esta gallina pelirroja no era la excepción y si bien parecía estar fuera de forma porque era gorda, lo cierto es que saltaba y corría como alma que lleva el diablo y yo atrás.
Corrió para el fondo del terreno, donde están todavía los cañaverales a la izquierda y se metió en el gallinero que enorme se levantaba a mi derecha. La mayoría de las gallinas ya se habían dispuesto ir a dormir. Hice un paneo del lugar y encontré una caña fina tirada. Revoleándola entré, volaron plumas se escuchaba el cacareo desesperado de las demás gallinas que la ligaban gracias a su compañera, y yo solo decía “Te comiste a Santiago, te comiste a Santiago!” y las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos hasta empañarlos por completo.
En un momento sentí como la caña se trabó en algo por sobre mi cabeza. Era Javier que la sostenía frenando el golpe que casi le doy a mi abuela que quería abrazarme para calmarme. “Mija, la gallina no tiene la culpa, es su naturaleza, perdónela, no las castigues por ser lo que es.” Sus palabras fueron como un balde de agua fría ante la sangre que me hervía por la bataola.
Salí del gallinero refregándome los ojos en medio de una lluvia de plumas, entre mocos y suspiros, repitiendo quebradamente “Se comió a Santiago” repetí casi inaudible. “Mijita, quizás Santiago se fue porque extrañaba a su familia” y continuó limpiándome la cara, “A veces quienes nos importan se van, porque quieren o porque deben y hay que saber aceptar esa partida”
¿Qué podía decirle? Ella tenía razón, yo no vi a la gallina comerse al sapito de ojos amarillos, supuse solamente, pero mi abuela estaba en lo cierto, podría haberse ido, mientras yo recapacitaba, sentada en una silla, ella me dijo “Mijita, venga, le voy a arreglar las simpas” y comenzó a tejerme el pelo con sus manos arrugadas, yo seguía moqueando y ella siguió hablando. “En la vida, mijita, vas a encontrar muchos Santiagos. A veces se irán porque quieran, otras porque deban, o solamente porque es su hora. Es así como debe ser, aunque a veces no nos guste. Por eso, mijita, - al tiempo que sentía sus dedos como caricias - cada vez que tengas la oportunidad de estar con alguien disfruta cada momento para que luego no “haiga” arrepentimientos ni lágrimas“

Años más tarde, ella enfermó y falleció, fue ahí que entendí las pocas palabras que le salieron aquel día de verano. Era una persona de pocas palabras y casi ningún estudio, como pudo me enseño cosas para toda la vida.
Que el perdón se da aunque duela.
Que la gente es como es y no hay derecho a castigarla por eso.
Que en la vida las personas llegan y se van, que hay que aceptarlo como parte de la vida misma.
Que hay que disfrutar el momento con cada persona que se presenta en nuestras vidas.



In memorian: Sra Severa Moreno Vda de Ruiz. Siempre en mi corazón – RGL 2010

La novia

Mi novio estaba para comérselo, un bombón de 25 años con traje negro, parecía un muñequito de torta. Le saqué fotos para el face, el insiste en esa boludez, pero bueno es pendejo y lo dejo. Era el testigo en el civil de su amigo –un tipo grande muy querido en el pueblo- tenía que ir presentable. Nunca lo vi así vestido, siempre de jean o pantalón de gimnasia, siempre tan pueblerino, tan rústico. Pero ese traje le quedaba tan bien que me sentí orgullosa de él. Tanto como cuando comenzó a trabajar luego de 9 años. Comencé a penar en salir con la escopeta, mi chuchi está para dejarlo en la mesita de luz y no compartirlo con nadie.
La noche estaba espectacular, cielo estrellado, clima óptimo de principios de noviembre, ni frío ni calor, parecía que hasta el día le rendía homenaje a la pareja de recién casados. Llegamos a la reunión como a las 2 de la mañana luego del trabajo. Desde la calle se veían las luces que bailaban en el lugar, la entrada nos recibió con adornos en violeta y dorado, y un pasillo custodiado por florecidos rosales. Se mezclaba el perfume de las rosas con el de la alegría. Se respiraba fiesta. Llegamos para los tragos, los dulces, el baile, aunque a mí mucho no me gusta bailar.
Yo estaba contenta, porque después de 9 años era la oportunidad de ir a un evento social juntos, nunca salíamos con amigos, nunca nos vieron como pareja. Pero esta vez, iba a poder lucirme con mi bomboncito, porque el amigo me vino a invitar personalmente.
Cuando llegamos sonaban los Redondos, a mi chuchi se le iluminó la mirada. El clima era cálido y los hombres estaban en la barra al grito de “tequila tequila tequila” con el novio. La novia, en otro sector, detrás de la barra, servía bebidas a unos chicos que le hablaban y le decían “suegra”. Ella sonreía, todos sonreían. Cuando nos vió salió como un rayo a recibirnos y nos agradeció con un abrazo que hayamos podido ir. Eso me sorprendió porque casi no la conozco y por otro lado, los abrazos me incomodan. De todas maneras parecía sincera.
Nos invitó champagne, torta, tortitas, tartas, helado, se disculpó que el asado ya estaba frío. Acepté el champagne y no pude despreciar esa torta que tan bien se veía. Comí dos porciones. Charlamos un rato, de donde era la torta, de trabajo, le conté que me compre una camioneta y que me voy de vacaciones con mí chuchi. Me contó que ellos querían mucho a mi novio y que fue la primera persona que ella conoció cuando llegó al pueblo, el testigo para ellos era importante y por eso lo eligieron. Me dijo algo de un hijo, pero no me interesaba lo que me decía en realidad. Le hablé del restaurante y de mis proyectos. La conversación no me impidió notar su vestimenta. Me llamó la atención que no llevaba vestido de novia, era un atuendo sencillo para una novia y escotado, demasiado a mi modo de ver.
Al margen de la ropa provocativa parecía desbordar alegría, era lógico, se había casado y ya tenía más de cuarenta calculé que tendría mi edad y pensé que yo no me vestiría así, aunque yo no tenga esas tetas.
Al novio nunca lo había visto de traje, y lo conozco hace muchos años, más de veinte, a veces no puedo recordar que tan bien lo conozco, no sé si fue alguno de los que luego de una borrachera apareció en mi cama al día siguiente. Me convenzo que no, porque tiene mi edad y mi target es otro, para vieja estoy yo, prefiero los pendejos como mí chuchi.
Se notaba que la novia estaba feliz, quizás borracha, la mayoría lo estaba. Pero, ¿Era necesario tanto escote? No se le veía nada, pero atraía miradas. Las de mi novio incluidas, el muy boludón nunca pudo evitar mirar un par de tetas ¿lo habrán amamantado de chico?
Cuando el disc jockey puso Rodrigo el marido la arrastró a la pista y se pusieron a bailar. Ella parecía un pez en el agua, al contrario de él que solo saltaba y parecía que estaba haciendo pogo, pero en esos momentos ella bailaba y lo miraba como si fuera el mejor bailarín del mundo. Él también la mira con los ojos brillosos, la debe querer mucho, aunque muestre las tetas.
Después el amigo grandote se la sacó de las manos y bailaron y rieron, parecía un gigante a su lado, ella tan petiza al lado de esa montaña tonta, parecían la luna dando vueltas alrededor de la tierra, un colibrí delante de un enorme manojo de Hortensias. Así todos los amigos del novio se fueron turnando-porque ella no tiene amigos acá en el pueblo, es nueva, no puede tener amigos, ¿Yo hace cuarenta años que vivo acá y no tengo amigos, como podría tenerlos ella?- para bailar y le decían “Tía, que bueno que te guste bailar”, ”Dale tía, bailá conmigo”, hasta mi novio dijo “Tía bailemos”. Mi novio, le miró las tetas y la invitó a bailar.
El muy boludo no podía disimular. Parecía que iba a meter la cara en el escote, se le salían los ojos, parecía que se zambulliría, ¿yo sola veía eso? Todo el mundo reía, bailaba, abucheaban a mi novio “larga a la novia” “dejá que otros bailen” y ella reía. Seguro estaba borracha porque mostraba las tetas.
Sonó Gilda con No me arrepiento de este amor, mi novio la agarró de la cintura y se pusieron a bailar como si fueran pareja hace años. Una coordinación perfecta. ¡La agarró de la cintura! Eso no me gustó porque esos bailes son muy significativos y ¿si se entienden en la pista, será que se entienden en la cama? Mi cabeza parecía que iba a estallar.
Llegó el carnaval carioca y se armó un trencito y la muy turra vino a buscarme para bailar, yo la hubiera cagado a trompadas y al boludo de mi novio me lo hubiera llevado a patadas en el orto para casa, lo hubieran visto, colgado de su cintura con ese trencito de mierda como si no tuviera mujer a la que tocar.
Cuando se despejó el quilombo del trencito, novio y novia quedaron en medio de la pista, ella seguía sonriendo, charlando. Ya había pasado por las ojotas, y ahora estaba descalza, como las otras chicas, todas tiraron los zapatos a un costado para bailar. Idiotas, hubieran venido con zapato bajo y cómodo como yo y no harían el ridículo. Descalza y mostrando las tetas. ¡Patética!
La mina parecía tener energía para tirar para arriba, venía hasta la barra, preguntaba si necesitaba algo, y me ofrecía Champagne, cerveza, vino, daikiri, torta, parecía un torbellino de acá para allá atendiendo a la gente que no bailaba, y ella misma no dejaba de bailar y sonreír, ¿podes estar tan contenta?
Y mi novio atrás de ella, se la saca al novio -¿otra vez?-, y siguen bailando, cuando termina el tema vienen donde estoy y la muy turra me dice “menos mal que hace mucho que no baila tu marido” y se sirve más champagne. “¿A vos no te gusta bailar?”, pregunta como si nada, agitada, mostrando las tetas.
¿Será idiota o estará borracha? Le digo que se quiere coger a mi novio y se caga de risa. ¡Se me caga de risa en la cara! No, es idiota, no cabe duda. O muy turra. Y ahí que viene de nuevo este boludo y se la lleva a bailar otra vez, y ella no le dice que no, no le dice que no ¡no le dice que no!
Agarré de prepo al marido, que pasaba por mi lado y lo saqué a bailar, para que sepa lo que se siente. Salta, no sabe bailar, pero se ríe, yo no reiría tanto, si supiera con la arpía que se casó. Y la guacha ni se mosquea. Sigue sonriendo, le tira un besito al marido y me sonríe, sigue feliz bailando con mi novio. ¡Es una yegua! ¡No le importa el marido! Viene uno y se la saca a mi novio. ¡Por fin!. Alguien con sesos, dicen que ese chico se separó hace poco, que se coja a ese que está solo, al mío me lo cojo yo nomás.
El novio ya no quiere bailar más, está agotado, me lleva a la barra y me sirve más Champagne, tomo la copa de un trago, fondo blanco, está buenísimo refrescante, y del bueno. Tenía razón mi novio cuando dijo que ella era medio fifí, tiene una onda medio rara, zapatos de diva, joyas que no son de fantasía, las uñas trabajadas – se ve que nunca lavó un plato-. Yo creo que se hace la fifí nomás, porque mostrando las tetas y en pedo lo fifí lo dejó dentro de la botella de champagne.
Al darme vuelta hacia la barra para dejar la copa vi en el espejo la peor imagen que hubiera imaginado jamás, la turra abrazada a mi novio. ¡Él la tieía de la cintura! ¿Qué hacen? Giré de golpe para ver bien, para comprobar con mis propios ojos sin espejos de por medio lo que sucedía. Y lo confirmé. ¿Era necesario abrazarlo para la foto? Mi indignación ya no entraba en mí, cuando estoy por encarar la situación se me acerca una chica con un vaso de contenido rojo y me pregunta si quiero, no sé qué es pero me lo tomo. Mirando a los novios y a mi novio que estaba con ellos dice: “La tía y el tío están re felices, se lo merecen” y la miro, levantando una ceja le respondo a la muy boluda, “Esta en pedo y está abrazando a mi novio” y se caga de risa, me hace un ademán negando con la mano y asegura “Los tíos quieren a tu novio como a un hijo”. Le muestro, le indico, la hago reaccionar de que la novia muestra las tetas tuvo y me doy cuenta que esta chica debe ser su amiga porque no tiene mejor idea que reírse y confesarme que las otras chicas están “envidiosas porque parece piel de bebé”, me confía como si nos conociéramos hace años un “quien pudiera tener esas tetas!”.
La miré y quise analizar la conversación. Pensé que me estaba jodiendo, que todo era una joda, luego me debatí en la idea de que estaban todos ciegos en ese lugar. ¿Las minas son todas tontas? ¿Ninguna cuida a su pareja? Empecé a pensar que me trajeron para reírse de mí. Tenía la sensación de persecución como cuando me fumo un porro y me parece que todo el mundo me mira. ¡Que fiesta de mierda!
Parada en la barra y con una botella de Champagne en la mano, me imaginé las cosas que pasarían cuando mi novio iba a cenar a la casa de esa mujer que mostraba las tetas, cuando ya echaba fuego por los ojos y los celos me dominaron no me importó nada más. La música seguía sonando pero yo no la escuchaba, la gente bailando, tomando, algunos comían torta, otros le entraron a los restos de asado y y yo no la veía, tenía el estómago hecho un nudo.
Hasta que el disck jockey no tiene mejor idea que poner la canción de los piratas para rematarla y la gente comenzó a saltar, gritar y bailar;  y de nuevo el boludo de mi novio corrió; si, corrió a sacar a bailar a la novia que sigue sin decirle que no. Como la cagaría a trompadas. ¡Se quiere coger a mi novio!
Vuelta va y vuelta viene, él se hace el dandy con el pucho en la boca y ella sonríe mientras la hace girar y girar, él no puede dejar de mirarle las tetas, le dice algo al oído, ella sonríe. Eso fue demasiado, la gota que colmó el vaso, no me lo banqué más, yo ahí parada mirando como esa mina coqueteaba con mi novio y todos mirando y riendo. ¿Que soy? ¿La hija de la pavota?, todos se divierten menos yo.
Me adelanté con el puño derecho cerrado dispuesta a darle lo que se merecía. Ella giró y sentí su pelo rojo rozarme la cara, metiéndose en mi boca, tapándome los ojos. Perdí el equilibro y comencé a caer. Me quise resistir sin sentido al desplome lento, lastimoso, arrastrado, una descenso de esos que te desgarran la ropa con el piso de cemento alisado, de las que arden en las manos, esas que son eternas como en cámara lenta para que sientas bien la desesperación de no poder asirte a nada y seguir cayendo hasta dar con un piso frío, seco, áspero y duro.

Al levantar la vista, la vi, la odié y un grito lastimero de palabras que arañaban salió de mi garganta. ¡Boluda! Vos y tus tetas. Ñam Fri Frufi Fali Fru comenzó a sonar y ahogó mis lamentos, mis celos y mi dignidad. Todo quedó sepultado bajo las pisadas de todos los que siguieron bailando como si nada hubiera pasado.