domingo, 18 de septiembre de 2016

Tama y ella

Algo cambió. Antes no había nada, bueno, no había nada construido. Era monte, a veces había un burro, otras alguna mula y el lugar estaba lleno de enebros, cañaverales y tunas tan grandes que sus hojas parecían montones de orejas de elefantes africanos unidas entre sí y al pararte delante te intimidaban. Su belleza se daba cuando florecían, para diciembre, enormes hojas  verdes coronadas de flores rojas y amarillas del tamaño de un puño.

Por debajo del lugar pasa el cauce de una vertiente. Hace añares la gente del pueblo hizo un pozo que usan para sacar agua para consumo. Por eso, siempre fue un lugar muy concurrido, si entendemos por muy concurrido que cada una o dos hora una persona llega con dos baldes para llenarlos e irse. Eso no ha cambiado, aún los pueblerinos sacan agua de ese pozo y hasta la piedra que lo protege e impide que se caiga un chico o un animal sigue siendo la misma, solo que quizás un poco redondeada en las puntas como consecuencia de la erosión ocasionada por el viento y el sol y cada tanto –solo en abril y octubre- la lluvia.


Ir a buscar agua siempre fue una aventura. A veces, dentro del balde también subía algún sapito de ojos amarillos, ni hablar cuando había que batirse a duelo por el territorio con algún halconcito gris, o ir despacito para no asustar a los zorros colorados que eran atraídos en épocas de sequía –la mayor parte del año- por el olor del agua, por suerte los pumas no llegaban hasta allí o por lo menos, nunca nadie mencionó ver alguno. Las huellas que dejan las víboras hacían que vayas mirando el piso, e instintivamente busques y tomes un palo para usar de bastón y para espantarlas si andan cerca, no vaya a ser que pises una sin querer y te muerda, siempre fueron huidizas pero mejor prevenir que curar si es que te dan tiempo.

El hospitalito – que de niño te podía parecer un complejo tecnológico de avanzada – es lo que uno puede asimilar a una salita de primeros auxilios o más precaria aún; nunca se caracterizó por la buena atención, ni por salvar muchas vidas –en aquellos lugares fuera de los partos cada vez más seguidos, lo más común es la picadura de la viudita o alguna cascabel y es difícil que se llegue a tiempo para salvarse- por eso la gente siempre se cuidó y fue al pozo de día, con la luz, porque cuando la luna sale, salen las bestias dicen las leyendas. Y si de leyendas se trata, hay muchas pero parece que en esos pueblos hacen pacto de silencio ante esas cosas, porque no quieren hablar porque no quieren ver porque no quieren saber y dejan que todo pase como pasan los días.

Todas las tardes, ella sale de su casa con sus más de ochenta años, ropa gastada y la vivacidad de una quinceañera empuñando una escoba cuya imagen es propia de los cuentos de hadas y brujas, de esas escobas fabricadas de ramas oscura y resistente, -no son chatas ni amarillas como las que compramos en el almacén-, sino que está hecha de ramitas de un enebro que crece al rayo del sol en toda la zona. La acompaña Carolo, un perrito que parece oveja, petizo y regordete, que no llega a ser caniche pero eso no le importa porque la lealtad no se mide por títulos y papeles.

Camina ligerito hasta donde antes estaba el monte, donde algo ha cambiado. Son solo unos cincuenta o quizás menos metros desde su casa. Un rancho de adobe y techo de paja - fresco en pleno verano y cálido en el crudo invierno-, ese lugar donde creció, donde dejó a su madre para ir a trabajar a la capital. Es sabido que en esos pueblitos perdidos en medio de una quebrada del Cuyo Argentino, difícil es para una mujer conseguir trabajo, solo le queda conseguir marido y ella nunca fue una de esas. La capital le dio trabajo y también una enfermedad en los huesos que la tuvo postrada algunos años, no le dio familia y en ese tiempo de reposo forzado la llamó su madre enferma y se dio cuenta que era momento de regresar. Llegó para cuidarla, hace unos 30 años, llegó desde Buenos Aires con ropa de moda, mil cremas para el rostro e infinidad de tratamientos para el cabello, llegó para quedarse.

Podría decirse que en este tiempo el pueblo va creciendo de a poco, a un paso lento muy lento. De a ratos parece que se queda paralizado en el tiempo, como cuando ves esa construcción –año tras año- que siempre está a punto de terminarse, la plaza con sus árboles eternos si hasta pareciera que son los mismos pájaros los que cantan, la soledad de las calles, el polvo, las piedras, la ausencia de perros que se ocultan del sol, el viento caliente en el rostro.

Luego comenzás a ver los detalles, las casas pintadas de distintos colores, alguna casa nueva, el barrio que hizo el gobierno para las jóvenes madres solteras; con asombro ves que el almacén de ramos generales cerró sus puertas y ahora está abandonado, lo sabes por los cristales rotos y hasta te da pena, porque allí quizás de chiquilín compraste un chupetín y te sentaste en los escalones a saborearlo mirando la plaza.

Notas que los cordones ahora son blancos, que ahora la iglesia está pintada de blanco y rosa una elección muy distinta y delicada del antiguo amarillo descascarado de hace unos años; pero los baldíos y terrenos siguen casi todos con los mismos escombros y ruinas que dejó el terremoto del 74 –el de San Juan-; otros que dados los ríos que pasan por debajo, no pueden ser usados para construcciones y juntan plantas bichos piedras y tierra roja; y los que la gente deja al morir y cuyos hijos se fueron para no volver.  Aunque hay uno, de unos 50 x 50 que ha cambiado. No lo compro nadie, no se hizo una casa sobre él.

Ahora es una plazoleta - al borde noroeste del pueblo justo donde termina el llano antes que el terreno rojo comience a elevarse, como yendo para la quebrada de los cóndores- en homenaje a la virgen del Valle. Es un pueblo muy creyente. De esos que cuando llegas y no encontrás a nadie, debes ir a la iglesia y allí están todos y al sonar de las campanas entran o salen cual rebaño de ovejas. Todos en hilera, saludando al cura, que ahora es joven y ves que el anterior que era gruñón y no permitía que la niñas usen soleros en la iglesia ya no está más –pensás que habrá muerto de viejo y no te importa porque nunca te cayó bien- y hasta te dan ganas de entrar para ver qué más pudo haber cambiado.

Ella también es muy devota y por eso cuenta que el municipio, ante su insistencia, - es de esas mujeres que saben insistir cuando quieren algo-  hizo la vereda y unos senderos, unos bancos y un nicho para la “virgencita”. No mucho más en razón de la vertiente que corre debajo. Pero con las veredas de laja rosada y las plantitas que ella sembró –semillas que trajo de Buenos Aires cuando volvió.- y que desde hace casi 25 años su floración es inevitable y hasta esperada, el lugar dejó de ser un monte repleto de arañas sapos y víboras para convertirse en “su” plaza, la plaza del barrio donde no ponen juegos porque tienen miedo de que se hundan con chicos y todo, pero donde los bancos sirven de atracción a los enamorados.

Todas las tardes, flaca, arrugada, quemada por el sol, con sus años a cuesta que tan bien los lleva, sale de su casa empuñando la escoba y barre la plaza, la riega a balde porque no hay motor para sacar agua del pozo, solo sobrevive la vieja polea que tiene la cuerda para bajar los baldes; saca las malas hierbas, acomoda las plantas. La cuida. Su salida vespertina no es común, difícilmente veamos a alguien haciendo lo mismo voluntariamente en algún otro lugar. Si le preguntás ¿Por qué? Ella responde con la naturalidad de un niño “Porque es nuestra”.

Martín

Ahí estaba, en esa vieja terminal del colectivo de veredas vainilla aporreadas por el tiempo, calzada gris ondulada y dos sauces custodios que nunca dejaron de llorar silenciosos, mientras yo, esperaba -a veces bastante tiempo- el transporte que durante años me llevó a mi casa al salir de la facultad.
Durante diez años, vi llegar colectivos llenos, cómo los pasajeros descendían cual hormigas y se dispersaban apurados para todos lados hasta dejar de nuevo la playa desolada. Luego escuchaba el suspiro de los vehículos y de la puerta trasera salían con su camisa azul con logo de la línea los choferes a tomarse sus cinco minutos de descanso. Siempre las mismas caras, algunos saludaban, otros solo miraban sin ver.
Siempre pensé que nadie conoce tanta gente en su vida como un colectivero. Un gremio mal visto, pero, no todos son como lo cuentan las malas lenguas. He conocido choféres que tienen buenos modales y sonríen a pesar del tráfico, el clima, la gente y su mal humor; dan los buenos días y hasta te hacen algún comentario agradable.
Antes viajaba mucho en transporte público y difícilmente podía ver gente que salude al chofer. La mayoría de la gente sube, indica destino o precio del boleto y ni por favor y mucho menos gracias dicen a quién tiene la tarea de llevarlos sanos y salvos hasta su casa, trabajo, club, escuela o donde sea que se dirijan. ¿Será que la indiferencia es consecuencia de los problemas? Tan compenetrados estamos a veces como para no decir “Hola” Será que los choféres a los que tildan de violentos son víctimas de la indiferencia? ¿Será que la indiferencia alimenta la violencia? Quizás no lo sepa nunca, yo saludaba al subir y al bajar y me trataban bien.
Volver a ver la plaza de enfrente, los coches pasar a toda velocidad por la Avenida Alcorta, me hizo sentir tan lejos de todo eso, y la sensación de que veía una película desde mi cómodo sillón en la sala de mi casa se apoderó de mí. Una película que conocía de memoria y que no creí que volvería a ver. Tampoco que volvería a pararme en ese lugar, y ahí estaba por esas cosas de la vida. Volví a observar las mismas imágenes de siempre.
Los carteles publicitarios que me sirvieron de protección del sol, de la lluvia, del viento y de la noche si se quiere porque al encenderse el sector parece volver a la vida con la luz blanca que emana, tan distinta a la lánguida y amarillenta de los postes de luz de la avenida; el cartel diminuto indicador de la línea que allí para y que resume el recorrido de dos horas desde ahí al conurbano en ocho palabras. Un viaje que en realidad es de veinte minutos, pero el recorrido se hace de dos horas como mínimo con suerte, sin tráfico y viento a favor. Si fuera tan sencillo como ocho palabras, no me habría costado dos años aprenderme el recorrido. Los resúmenes dejan tantas cosas en el camino.
Cuando el sol comenzó a bajar  y las luces ambarinas empezaron tomar vida -dándole  al lugar un resplandor dorado anaranjado - el colectivo pareció desinflarse al frenar delante de mí. Siempre tuve la sensación de que eran seres vivos y suspiraban, que a veces gruñían y otras tosían, como si tuvieran vida y alma.
La puerta con un rechinar metálico se abrió y me dejó ver la sonrisa de Martín que me esperaba en lo alto del asiento con gesto sorprendido. La respuesta fue automática, devolver la sonrisa sin pensar, sin darme cuenta, como siempre me pasó, como si fuera contagioso.
El saludo no se hizo esperar y el interrogatorio de como estoy, que hago ahí, fue seguido de un “que gusto verte” que desbordaba emoción al pronunciarlo y no disimulaba el brillo que da la humedad de los ojos cuando estas a punto de soltar una lágrima. Tuve el impulso de abrazarlo, pero no era apropiado el lugar ni la gente que esperaba tras de mí lo entenderían. Mejor así, si lo abrazaba me largaría a llorar. De esta manera, ambos sonreíamos.
Siempre sentí a Martín como un generador de sonrisas, como buen cordobés, lleva la alegría en los labios y la sonrisa en los ojos y en lo que más íntimamente me concierne siempre pensé que él me devolvió la alegría que la vida me había quitado hace muchos años. Cada vez que lo recuerdo me siento en deuda, aunque diga lo contrario, sé que le debo. Le debo mucho y ahí estaba parada frente a él y el mundo pareció desaparecer.
Parecía que el destino se había complotado para que nos encontremos, para charlar, para vernos, para estar en silencio, para sentirnos una vez más desde aquella remota época en la que partí para vivir alejada de la locura de la City y me alejé de Martin que me dio tanto. Esa era su última vuelta y luego yo, como antes y el corazón al galope, no sé si era el mío o el de él.
Me senté en el primer asiento, más que mirarlo lo contemplé, estaba más flaco, aún no tenía canas pero las entradas eran más notorias y su camisa, su camisa siempre azul estaba impecable como el primer día. En cada semáforo que frenaba, levantaba la vista, me descubría mirándolo por el espejo y me regalaba una sonrisa. Un beso. Sentí sonrojarme de a ratos. Sentí una revolución en el pecho, en el estómago. Me sentí joven otra vez. Me sentí viva como siempre cuando estaba con él.
El recorrido igual, las vidrieras, los edificios, los carteles luminosos, las plazas, y cada vez que pasábamos por algún lugar donde estuvimos el me hacía una seña y me transportaba a aquellos momentos, de charlas acurrucados en el auto o en el banco de una plaza, de una cerveza en el bar de Beiró, de partidos de pool con amigos,  de helados en la estación de servicios, de noches hablando bajito para que nadie se despierte o de largas horas en silencio sentados a la par mientras yo estudiaba y él hacía mate.
El tiempo pareció volar y cuando volví a la realidad, con unos sacudones en el semáforo de Gral. Paz, sonreí al recordar las veces que me despertaba cuando salía cansada de la facultad. Él sabía que yo me dormía y jugaba con el acelerador en ese lugar para que yo despierte y baje en la próxima. Como siempre, los sacudones me hacían abrir los ojos y lo que veía era su sonrisa, sus estrellas en los ojos. Bajaba con un gracias y me despedía con un hasta mañana.
Recordé los libros que llevaba conmigo el día que lo conocí, el día que reparé en él, o el reparó en mí. Era setiembre y éramos jóvenes. Se me había vencido el plazo para entregar tres ejemplares enormes de derecho de obligaciones y sociedades, eran tan grandes que parecía estar luchando con ellos y él, al ver que no había asientos para mí, me ofreció poner los libros en la parte de arriba del tablero. Dudé. Me tranquilizó. Dejé los libros, tan grandes como un símbolo de todo lo que cargaba en esos tiempos, eso que me pesaba, que me lastimaba y no me permitía sonreír. Ese día, en ese viaje, Martín, con sus gestos, palabras cuidadas –porque luego confesó que no sabía si yo me ofendería porque me hablara- con su sonrisa, me ofreció ayuda, y la acepté, pidió mi número telefónico y yo se lo dí.
Así conocí a Martín. Martín a secas, sin apellidos, sin dirección, con una historia que fue deshilvanando muy de a poco, sin principio ni final. Martín sin miedo, sin culpa ni vergüenzas, sin recelos ni desvelos, sin partido cuadro ni religión, solo Martín. Mi Martín, un amor efímero y a la vez perenne, de esperas y desencuentros, desenfrenado y paciente, un beso apasionado y a la vez platónico, un corazón al galope disfrutando cada bombeo, un desengaño esperado y manso, un amigo fiel, una sonrisa sincera, una realidad perdurable, un abrazo cálido, un tiempo conmigo y sueños compartidos, un adiós interminable, un recuerdo suave, un mundo. Martín sin tiempo, simple, sencilla y vorazmente Martín quien nunca me inspiró un poema de amor por ser una contradicción.
Como de costumbre jugando con el embrague causando sacudones, me trajo al mundo una vez más. Ya no había gente en el vehículo, estábamos solos, me paré y fui a su lado. Faltaba poco para bajar.

Ahí estaba, con sus dientes blanco inmaculado esbozando la mejor de sus sonrisas. Me preguntó que era de mi vida y no esperó respuesta, me reprocho que nunca lo acompañé a Córdoba, achinó los ojos y dijo “algún día”, bajé la vista, seguía ruborizándome cuando me miraba. En ese momento habría dado la vida por abrazarlo.  Al mirar mi mano notó el anillo, suspiró dolor. Levantó la vista puso primera y me volvió a sonreír. 

domingo, 4 de septiembre de 2016

Susto

¿Qué carajo estoy haciendo acá? Se reprochó y si bien no era la primera vez que se hacía esa pregunta, esta vez, la situación la alarmaba, la asustaba, estaba en jaque y se había metido ella sola en ese embrollo.
Sentada en el borde del fouton negro de un Depto de Villa Urquiza, aún tenía la empanada atragantada, no había podido pasarla, no porque estuvieran feas, sino porque estaba nerviosa. Cometió un error y no sabía como salir de eso.
Marcelo, Mariano, Martín, o como quiera que se llame era un tipo común al que le gustaba el tenis y estaba separado hacía dos años por lo cual que lo visite alguna chica no era extraño. Sin embargo esta vez con ésta en particular, se sentía nervioso.
Cuando terminaron de cenar y ya no había tema de conversación, levantó la mesa y se fue para la cocina y ella quedó sola en el living-comedor del diminuto departamento que le parecía a cada momento más pequeño y asfixiante.
Ella había determinado que no iría a la cama con ese hombre, no la atraía ni un poco, el problema era que estaba en su casa y que no lo conocía, en que cayó en la cuenta que no sabía quién era por haberlo contactado por internet. Ahora tenía que encontrar la manera para decir que no a una persona que no sabía cómo reaccionaría y comenzó a pensar en todas las posibilidades, al fin y al cabo, ella fue por su propia voluntad y vaya a saber que pensó este hombre. La lógica indica que piensa que ella va a acostarse con él, que para eso fue, pero la inocencia absurda de ella la hizo pensar erróneamente que los hombres entienden que no siempre que una mujer se encuentra con un hombre es para terminar en la cama. ¡Que ilusa! Se volvió a reprochar.
En la cocina con la puerta cerrada no se escuchaba ruido alguno, eso la tensionó aún más, no podía entender que ese hombre lave los platos sin hacer ni el más mínimo ruido. Mientras esperaba en el silencio de la habitación practicó mil veces decir “no” pero ninguno la convenció a ella, mucho menos convencería al hombre.
Sonó el teléfono, escuchó que el atendía en la otra habitación, lo escucho decir “Sí, ya está acá… dale… te mando un mensaje.” Su corazón se agitó, comenzó a transpirar casi a temblar, debía salir de ahí. Miró la puerta, no recordaba si estaba cerrada con llave.
Cuando él salió de la habitación se quedó parado en el umbral contemplándola. Sin decir palabra se acercó despacio haciendo rechinar el piso de pinotea y en el mismo momento en que se sentó junto a ella, invadiendo lo que consideraba su espacio personal. Un resorte pareció tocarla de repente y dijo que prefería irse porque estaba cansada.
Los ojos del hombre se clavaron en sus ojos con una expresión difícil de descifrar – no lo conocía-,  ella comenzó a imaginar una escena, comenzó a mirar que tenía a mano para agarrar de ser necesario, sintió que el cuerpo le temblaba compulsivamente y que comenzaba a faltarle el aire. 

El hombre se levantó despacio y le dijo, “bueno te acompaño a la parada del colectivo, es tarde para que andes sola por la calle. “

Reyna

I
Vamos que te voy a mostrar un camino muy tranquilo donde vamos los domingos a jugar con Iron, le dije a Karina ese sábado que vino de visita por mi cumple, tardío pero infaltable. No sé por qué pero era tarde y Ariel accedió para que conozca con la condición de que al otro día iríamos temprano a tomar unos mates cerca de aquella bella tranquera. Estuvimos cerca de una hora, Karina sacó muchas fotos porque a ella le llama mucho la atención todo lo que hay por acá, vacas, caballos, los cactus en la vera del camino, los crateus desplegando sus más bellos colores desde el amarillo al rojo furioso. Caminamos, jugamos a tirar la pelota con Iron y decidimos mostrarle más del camino, así fue que en lugar de volver por donde vinimos cuando el sol ya comenzaba a querer ocultarse, seguimos rumbeando para donde las vacas te miran desconfiadas, donde los aguiluchos no se mueven del camino diciéndote que son los dueños de aquellas tierras, un camino que a medida que se acerca a la civilización se ve regado de autos viejos y quemados, donde cualquiera puede desaparecer y donde nadie te buscaría, un camino mágico tranquilo y triste a la vez.
II
Hace unos días había llovido y entre Karina que sacaba fotos y la huella onda, íbamos con cuidado, despacio, a la velocidad justa para ver una bola marrón en medio de unas chapas. Hay un perrito ahí, le dije a Ariel, sobresaltada, frenó e hizo marcha atrás y ahí estaba, acurrucado, temblando, no sabíamos si estaba muerto, porque ante nuestra presencia no se movía. Hasta que abrió los ojitos, como pudo nos miró tristemente y los volvió a cerrar.   No lo podemos dejar así, dije. Ariel respondió que no lo podíamos llevar, sin decir más que “pero gorda” … y yo entendí que andábamos con Iron, que estaba medio muerto y tenía razón. Mejor vamos a casa, dejamos al perro y le traemos comida y agua.
III
Los  quince kilómetros hasta casa, se hicieron eternos, ni hablar cuando volvíamos, parecía que iba a trabajar, una ruta interminable, lenta,  lánguida y gris, donde el sol que parecía empeñado en olvidarnos. Llegamos y había una pareja mirando, nos dijeron que era una perra. Ariel se acercó y le gruñó, estaba herida, temblaba, tenía miedo y se había dado por vencida. Le habían puesto comida pero no comía, agua pero no bebía. Es hermosa pensé y sentí como las lágrimas querían salir, pero no las dejé. Va a llover, hay que sacarla de acá dije. El hombre que estaba con la mujer dijo que no podían  llevarla porque vivían en un departamento pero que le sacaron fotos y compartieron en Facebook  a ver si alguien la buscaba. ¿Cuánto tiempo puede durar si sigue en este lugar? pregunté al aire. Nadie dijo nada, nos retiramos, con un nudo en la garganta.
IV
Mientras volvíamos empapados de un silencio donde solo se escuchaba el golpeteo de las cubiertas en la ruta y el sol se ocultaba vencedor, Ariel dijo que era una lástima que los bomberos no pudieran hacer nada, retruque diciendo, a la vecina la ayudaron cuando los perritos quedaron atrapados en el desagüe. Vamos al veterinario a ver si nos ayuda dijo. Llegamos a la veterinaria y nos dijeron que no podían cuando les dijimos que era un pitbull, que la responsabilidad, que era muy peligroso y varias excusas, entendibles tal vez, pero que no nos convencieron. Insistimos y nos prestaron un bozal. No bajamos los brazos y Ariel rumbeó a los bomberos, les contamos  y si bien al principio dijeron que no, luego de unas llamadas y tomarnos los datos, nos dijeron, la vamos a rescatar.
V
Un haz de esperanza brilló en los ojos de nosotros tres. No podíamos llevarla derecho a la casa, sabíamos que necesitaba tratamiento, nos dirigimos a la veterinaria más Chick del pueblo, la que está frente a la estación, la del centro diminuto de ese pueblo donde nunca pasa nada. Cuando llego nuestro turno, le contamos la situación a la chica que atendía y nos dio vuelta la cara, Atendemos hasta las siete dijo. Ya son las siete, te preguntamos si hacen urgencias. Atendemos hasta las siete repitió y se puso a hacer que contaba plata y miraba para otro lado. Nos fuimos, enojados, indignados, con el corazón a caballo y volvimos al otro que habíamos ido al principio, Ariel tardó en convencerlo y dijo que nos esperaban hasta las ocho. Salimos como un huracán  a buscar a los bomberos que nos esperaban con la camioneta en marcha y las luces rojas prendidas.
VI
Llegamos al lugar. Era ya de noche, las luces de las balizas nuestras, y las de la unidad de rescate le daban al lugar una tonalidad alarmante y angustioso.  Bajaron del vehículo un canil y un palo con un lazo que iban a estrenar, se aproximaron, la iluminaron y ella solo gruñó sin fuerzas. El jefe le comenzó a hablar con un amor que me dobló el alma, que me hizo sentir que si aún hay un amor así por la vida, no todo está perdido. Indicaciones de por medio, pudieron enlazarla, pero no se levantaba, la perra estaba rendida y otra vez, el Jefe, le dijo vamos reina, vamos que vos podes, bien bebé vamos a casa.   Le pusieron el bozal, aunque la perra no atinó a morder ni gruñir, de inmediato llegamos a la veterinaria, la vuelta se hizo más rápida, porque nos guiaba la esperanza.
VII
Pasados unos minutos de atención nos dieron el diagnóstico, estaba descompensada, desnutrida y tenía un balazo de perdigones en la pata derecha con una infección, perdería su patita, estaba destrozada. Ella estaba entregada, se dejó curar, se la banco como una reina, debía pasar la noche, comer y tomar agua. Si cicatriza la herida igual le será inútil, lo más probable, dijo el veterinario, es que tengamos que amputar, le sacaron muchos perdigones y varios huesos rotos. Y sus ojos, sus ojos a pesar de todo, del miedo y del dolor, nos daban amor.
VIII

La llevamos a casa, la ubicamos en el galpón, le pusimos una camita, agua y un poco de comida, dejamos la luz prendida, una luz tenue para que no tenga miedo. Al otro día me levanté temprano y fui a verla, había hecho pis cerca de la puerta, la comida no estaba por lo cual le di más y comió desesperada. Limpie y la dejé tranquila, pasó el día en paz, Ariel la curó y ella le beso la mano, vamos a verla y le hablamos y nos mira con un amor que duele, duele porque ella sufre y aún  así sigue dando amor.


A una semana de ser rescatada, el amor, la atención y la constancia hacen que Reyna se recupere. 



Dos semanas y contando... entendiendo por fin que no hay medicina más eficaz que el amor


y ha vuelto a sonreir a pesar de todo...

Ya tiene su chapita ...



31 de diciembre a casi 4 meses , Reyna se ha recuperado y demuestra su agradecimiento con el amor que nos da cada dìa.


05 de Marzo de 2017 Este día Reina, conoció el mar, se enamoró de él y lo disfrutó más que nadie.





19-10-18

Y cuando pasa la muerte …
Bronca, ira, vergüenza, impotencia, dolor, y más dolor.
Lágrimas, que no dejan de salir, culpa, no haber estado, no haber visto, no haber hecho nada, culpa por la ignorancia, dolor, dolor sardónico dolor
Todo se pinta de otro color, todo parece tener solución menos la apática huesuda que nos deja descocidos, deshechos, sin fuerza, bañados de lágrimas, vacío, más lágrimas, dolor y más dolor
Desconsuelo, tristeza que te nubla la mente y te quiebra el alma, dolor y más dolor
Cuanto dolor, que quema, que deshilacha, que consume desde dentro, que no para, que aprieta, que retuerce, que duele. Dolor, y más dolor, no hay nada más …
Y la cubrimos de flores porque a ella le gustaban, porque siempre se acercaba a olerlas, porque era una reina que hoy se ha ido y permanecerá siempre en nuestros corazones

Reina vivió con amor, Todo el que pudo encontrar y dar. . Se fue un dia de sol por el maldito síndrome de estomago invertido. La cubrimos de flores blancas y violeta. Esas que ella adoraba olfatear. 
No hay palabras para el dolor. 
Siempre siempre estara en nuestros corazones