martes, 23 de octubre de 2018

Ella …


… la que tiene el polvo de cien caminos en la ropa, la que guarda sus fantasmas en un bolsillo y cada tanto mete la mano para cerciorarse que no la han abandonado.
… la que le hace frente al pisoteo del sol, con un sombrero de esparto y encuentra en la noche una sensualidad inquietante.
La que pertenece a una raza agonizante que entendió a Sartre cuando habló sobre el coraje de ser uno mismo, aunque por intervalos se cansa de la sazón de ser ella.
… la que no quiere, no lleva ni carga, penas culpas ni alabanzas, ni siquiera el eco de un pasado sardónico y distante, la que se siente tan pequeña al mirar el cielo estrellado, el mar, las pampas, las cumbres montañosas nevadas en agosto, los horizontes al atardecer y al amanecer azul y naranja. Todo ese mundo que la hace sentir dentro de paredes insensibles que no la dejan moverse y solo se limita a observar y sentir el pálpito brío de su corazón por horas… al punto de parecer que en un momento se erguirá y comenzará a aullar hacia el cielo, hacia el mar a las pampas y las cumbres con todo el poder que puja por salir de su interior.
… la que a menudo se siente como un halcón solitario que no tiene necesidad de otros y no rinde a las costumbres homenaje, la que duerme desnuda mientras a sus sueños los acaricia la luna. La que respira el sol de invierno como si fuera a convertirse en un rayo de luz.
La que saborea la música con cada molécula de su alma, pero huye del fragor prosaico de la música de moda. La que rehúye de las multitudes y sus expresiones vacuas, la que enseña lo que sabe con ideogramas que protestan magia o simulan la sencilla parodia de informalidad que resulta el mundo, la que trabaja cada día con aplomo pragmático.
… la que no teme que el tiempo pierda su esencia mientras lee un libro, la que ve por la tronera de sus ojos y puede escribir la historia que por ellos pasó envidiando la prosa de Stephen King.
… la que caminando por el desierto de la pampa dejó que el calor le reseque los remordimientos y se los lleve en un aullido la ventosa soledad que le da cobijo, la que no cree que la eternidad cure las heridas de un corazón roto.
La que guarda jirones de bucólico romanticismo donde solo quedan los sonidos del viento y el agua que se escurre desde hace millones de años por los meandros de un arrollo sin nombre dentro de sí. Ella sabe que la paz no se sienta en la comodidad y no vuelve la mirada a las sardónicas jugadas de la vida.
… la que lleva los rescoldos de su recuerdo en el ábside de su memoria, se mira al espejo cada mañana sin importarle las atávicas marcas que va dejando el tiempo sobre las inflexiones de su piel y sabe que lo que deba ser será y mientras tanto, viaja con su alma en otro bolsillo mientras pita un cigarrillo liado con aplomo…