jueves, 16 de septiembre de 2021

Los panes de mi abuela

 Iba y venía mi abuela cuando tocaba hacer el pan, se le volaban las cimpas grises que se desbordaban por sobre los hombros y llegaban hasta las caderas. Iba y venía con su batón oscuro de flores que apenas se dejaban adivinar, nunca llevaba colores brillantes porque ella era viuda y por respeto al finado, solo vestía colores tristes.

Prendía el fuego, para que se vayan haciendo las brasas. El horno, parecía una enorme tortuga de barro, que reposaba en de fondo de la casa, mucho antes del cañaveral. A los costados estaba la leña acomodada que esperaba la horneada semanal con complacencia.
Buscaba los ingredientes en la casa, hacía una montaña de harina que sacaba de una bolsa de arpillera y la ahuecaba en el medio, le agregaba, levadura que tenía guardada de una amasada anterior, un poco de sal, agua, y el chicharrón que chillaba en el fuego.
Amasaba el pan en la mesa celeste y descascarada, dentro de la vieja cocina de adobe y techo de paja. Desde muy temprano, sus arrugadas manos comenzaban con la tarea y los rayitos de sol que entraban por la diminuta ventana, dejaban ver rezagos de harina suspendidos en el aire.
Sus ojos redondos y chiquitos se iluminaban y sus manos parecía estar tocando el piano al cocinar, ella esgrimía con la destreza de un samurai, el palo de amasar para hacerme los Guanacos de pan que a mi tanto me gustaban.
Espectadora silenciosa de una tradición añeja, mi mayor alegría llegaba cuando me daba un pedazo de masa y me enseñaba como hacer un Guanaco, con esa tranquilidad que solo tienen las abuelas.