martes, 20 de octubre de 2015

Ni Idea



Nunca aprendí a bailar breakdance. En el furor de “Thriller” de Michael Jackson yo andaba en puntitas de pie con zapatillas de punta, malla negra, pollerín de raso rosa interpretando el lago de los cisnes, no era una nena tampoco una mujer, eran los años 80, y no sabía nada.
Vivía como en un limbo de conocimiento que sabía y no sabía, consciente o inconsciente, y no me daba cuenta de las cosas aunque las tuviera delante. No sabía de novios, ni del amor ni del no amor, no sabía de celos y menos aún de sexualidad, aunque el vecino de al lado, siempre que jugábamos a las escondidas, corría a refugiarse conmigo y aprovechaba para poder estar más cerca, para tocarme el hombro rozarme las manos mirarme de cerca abrazarme si tenía oportunidad y yo que le decía que se corra y no moleste, que hacía calor para estar muy juntos. No sabía que él ya no me veía como la nena de al lado que aún juntaba las figuritas de Sara Kay.  Y si bien había conocido a temprana edad un beso en la boca, porque el hijo del primo segundo de mi padrastro, me dio uno al estilo novela mexicana de Verónica Castro, no sabía para que servía la lengua y arrugando la cara dije ¡que asco!. Sentirla hurgando buscando ¿Qué?. Harisca lo aparté de un empujón, sin saber que ese nene rubio con corte a lo Carlitos Balá y ojos verdes sería -cuando creciéramos- mi pareja por muchos años.
Efectivamente no sabía nada  y tal es así que cuando en la escuela nos daban charlas sobre menstruación y reproducción volvía a casa jugando y reboleando la bolsita en la que repartían toallitas. Era un estuche azul con el logo Jhonson&Jhonson tamaño cartuchera que –según mi mamá- no se podía mostrar pero como yo eso no lo sabía tuvo que decirme que no juegue así en la calle, que es algo “íntimo” que nadie debía saber. No sabía que algo que se sabía no se debía saber. De aquella cuestión de la reproducción que había estudiado para la escuela no sabía nada, para mí la película estaba cortada y no me terminaba de convencer. Lo bueno era que yo no sabía, pero no era solo yo, éramos varias las que no sabíamos. Todas teníamos la misma incógnita existencial que derivaba en cómo nos hicieron nuestros padres. Pero no el cuento de la cigüeña ni del repollo ni de la semillita ni el de que mama y papa se quieren mucho y cuando se besan pasan cosas, a mí me besaron a los 7 años y no tenía un hijo, eso era más que prueba suficiente para entender que había algo más y ese algo debíamos averiguarlo ya que sabiendo esto anularíamos toda eventual excusa para que nos traten como niñitas pequeñas que no saben nada  quienes se cuidan para hablar o hablan y dicen cosas y se ríen por lo bajo y nosotras quedamos mirando sin entender porque se ríen y al final nos enojamos porque nadie nos explica la neda. Si la neda, no la gracia ni el chiste ni el chascarrillo, la neda, si había algo que sabíamos era encontrar palabras poco usadas para decir cosas sencillas de manera más sofisticada, o por lo menos así lo veíamos nosotras y nos resultaba gracioso cuando la gente se quedaba mirándonos porque eran ellos los que no sabían.
La barra completa de chicas nos juntábamos a charlar a la hora de la siesta bajo la ventana de doña Betty porque sabíamos que la vieja estaba más sorda que una tapia y podíamos hablar sin que nadie nos escuche. Y nos preguntábamos “¿por dónde le mete el coso el hombre a la mujer?” La hipótesis más aclamada era por la cola pero no estábamos seguras porque no entendíamos como llegaba el bebé al útero. “¡No! Ese agujero no llega al útero” razonábamos mientras seguíamos el dibujo con el dedo índice. Teníamos la información por separado y en ningún lado indicaba el cómo y la lógica indicaba que por la vagina no entraba. “yo me miré en el espejo y ese agujero es muy chico” confirmó Vero que era la más osada porque era un año más grande y ninguna se animaba a preguntarle a sus padre por miedo a que nos reten, sabíamos que estaba mal pensar y querer saber de esas cosas porque esas cosas no se deben saber de esas cosas no se debe hablar y menos con los varones y los libros pasaban de explicar los aparatos reproductores a la foto del bebé ya concebido y la pregunta del millón era ¿Y cómo llegó ahí? No sabía nada y menos aún que Vero estaba equivocada.
No sabía cosas simples y mucho menos podía saber de política ni de derechos, eso no se enseñaba en las escuelas en esos días, a gatas nos leían el preámbulo de la constitución pero no lo explicaban, eso sí, lo debíamos saber de memoria con todas esas palabras difíciles que no entendía, como afianzar la justicia, consolidar la paz interior y varios más que parecían slogans de televisión para las elecciones, era muy complicado para mí entender que querían decir y por eso cuando escuche la simplicidad de que con la democracia se come se cura y se educa, yo quería que gane Alfonsín.
Puedo decir que fue el año de mayor certeza de que no sabía nada, pero era un no saber dinámico, que se modificaba a cada momento porque había cosas que despertaban mi atención. Un día, al regresar del colegio, le pregunté a mi mamá que quería decir “estas para el crimen”, porque un hombre cobrizo de pelo nevado con camisa sin mangas que colgaba de un andamio me lo dijo al pasar. Seguí sin saberlo, porque ella tampoco me lo explicó. “Pavadas, solo pavadas” me respondió renegando por lo bajo. Pero ¿De qué crimen me hablaba ese señor? ¿Me querrá matar? ¿Qué le hice para que me diga eso? Debe significar otra cosa, por las dudas no volví a pasar por ahí.  A los trece no sabía que las tetas eran llamadores de miradas y en la mayoría de los casos seguidas por una grosería, que era normal la guarangada y que la culpa la tenía yo porque tenía tetas y no era plana como mi hermana que no usaba corpiño y se ponía lo que quería y no las tenía que esconder como yo. Yo no sabía que ser mujer era así de difícil y a veces desagradable como esa vez en que un señor en el colectivo me rozo la pierna con la mano sin querer y se quedó mirándome y olía a vino como cuando a veces mi papá llegaba a casa todo colorado y se metía en la pieza y no salía hasta el otro día y me corrí asqueada porque el señor era grande de pelo blanco y nariz brillante y no me gustaba como me miraba y cuando llegué a casa y le conté a mi mamá me dijo “tendrías que haberle avisado al chofer” pero yo no sabía que decir ni que hacer porque a los trece yo no sabía ni las cosas más obvias, no tenía ni idea, no sabía cómo expresar que tenía miedo cuando me miraban de esa forma porque si yo tenía tetas seguro la culpa era mía.

Tres escalones al cielo



Soñábamos.  Yo quiero ser doctora, decía Ale la vecinita de al lado, yo voy a ser abogada decía mi hermana, Oscar decía que iba a ser contador y el más osado Omar iba a ser presidente. “¿y vos?” preguntaba Gladys la mamá de Ale “yo voy a ser camionera” contestaba levantando la mirada orgullosa aun cuando la insatisfacción de Gladys la dejaba sin palabras y sonreía lastimosamente. Ahora entiendo que era más fácil que Omar sea presidente a que yo fuera camionera. La convicción con la que lo decía era digna de lástima porque quien me escuchaba sabía que era un sueño que no podría cumplir, y es difícil tratar con una niña a la que no se le cumplirán sus sueños. Esas son cosas de hombres escuché más de una vez. ¿Y porque querés ser eso? Y ese eso quedaba en el aire repitiéndose porque no decían camionera decían eso para no volver a repetir la profesión como si fuera mala palabra. Solo respondía levantando los hombros y con una mueca de no sé al tiempo que pensaba que me importaba un carajo lo que pensaran. La verdad era que no quería hablar con gente que me censuraba de antemano y no quería contar que la decisión no era casual ni caprichosa y que había pensado en ello en esos viajes que hacía a La Rioja cada invierno a pasar las vacaciones con mi abuela materna. Eran en esa época 18 horas de mirar el borde del camino, de estar sola conmigo y de pensar en infinidad de cosas, entre ellas planificar mi futuro y buscar la manera de hacer lo que me gustaba y ¿Qué me gustaba? Esas rutas, los paisajes los  cielos esa sensación de ser y no ser, de pertenecer y no, de ser de todos y de ningún lado, esa sensación de existir solo en ese momento. Al principio había pensado que una manera de hacerlo era siendo azafata pero me pincharon el globo cuando me dijeron que las azafatas debían ser altas y que yo sería petisa como mi mamá.
Tuve la osadía de alimentar un sueño. La decisión final la tome una tarde de verano al escuchar el rugir de un motor en la puerta de la casa cuando vivía en Santos Lugares. Era un barrio tan tranquilo donde un estrepitoso motor no podía pasar desapercibido. Salimos corriendo con mi hermana y ahí estaba, rojo y plateado reluciente imponente y vivo, un Scania de doble cabina y desde la ventanilla nos saludaba con la mano y una sonrisa en la boca y en los ojos mi tío de Mendoza que había llevado lajas a la capital y pasó a saludarnos. Yo no conocía a ese tío, era uno más de tantos, pero lo primero que le dije con los ojos bien abiertos fué “¿puedo subir?”. No molesten al tío gritó mi mamá desde la casa abriendo la puerta para recibir la visita, “dejen que baje”. Los gritos de mi mamá eran un ruido de fondo casi inaudible, las palabras de mi tío no me importaban, hasta que dijo las que yo esperaba, “dale, subí vamos a dar una vuelta”. Con el tiempo comprendí que era dificultoso subir a un camión de ese porte, pero en ese momento creo haber saltado trepado o volado, cuando me di cuenta estaba sentada en su falda mirando al frente y el mundo era mío.  No quería cerrar los ojos para no perderme nada de esos momentos en que estaría al frente de un camión. La vuelta fue la vuelta del perro unas cuadras y volvimos, pero para mí fue un mundo nuevo. Desde ahí, podía ver los autos pequeños, las calvas de la gente que andaba en las veredas, rozar las copas de los árboles y al cruzar una calle me agachaba porque tenía la sensación de que le iba a pegar  con la cabeza a los cables de la luz. Iba despacio y yo sentía que volaba. Fue así y por culpa de mi tío que en mi corazón se enraizó la decisión de ser camionera porque comprendí que si desde la ventanilla de un micro me gustaba la ruta, desde la cabina de un camión la amaría.
Confirme la teoría. Una tarde de invierno en el sur, cuando perdí el micro que me llevaba a Punta Arenas no me quedó más remedio que pedir aventón. Trepé los tres escalones a un Inter blanco manejado por un desconocido y recorrí las rutas nevadas a destiempo porque los camioneros tienen tiempos distintos al resto de los humanos. Paramos en un parador escondido tras los pinos regados en la ruta, tomamos una taza enorme de café con un sándwich de pan casero jamón queso y mantequilla también hecha en casa, fumamos apoyados en los escalones que me hacían sentir que iban al cielo, miramos la tarde blanca fresca y silenciosa, no había apuro, la ruta helada parecía invitarnos sonreí para mí. La amé. Me volví niña otra vez y sentí de alguna manera que cumplía mi sueño, ese del que todos se burlaron cuando era pequeña, y por unas horas fui lo que no fui.

jueves, 1 de octubre de 2015

¿Desapegada yo? - Ningún objeto



A medida que fui migrando de casa en casa durante tanto tiempo, fui dando, tirando, o simplemente olvidando objetos y los que cargo conmigo son solo para hacer mi existencia más cómoda. 
Podría decirse que no soy muy apegada a nada material en este mundo. Tengo cierta preferencia por algunos objetos que simplifican mi vida, como la planchita, la depiladora, la notebook, el despertador aunque lo odie, pero que signifiquen algo emocional, no he podido localizar ninguno. Y he pensado en muchos al punto de recordar que en una época tuve un osito rosa de esos que eran prendedores y que se colgaban de la mochila. 
Le había tomado cariño, pero cuando corte la relación con ese seudo novio que tenía a mis 17 años, en un arranque de rabia le prendí fuego, sí, aún puedo sentir el olor a plástico quemado mientras el rosa se fundía en un charco negro burbujeante que despedía un humo espeso, supongo que fue mejor que quemarlo a él, nunca olvidaré lo grandes que abrió sus ojos marrones al ver como queme su patético osito con el que molestaba todo el tiempo. 
Años más tarde, nos cruzamos en la calle, nos saludamos, el típico “como estas tanto tiempo” y luego, mirándome fijo dijo “vos quemaste el osito” no podría creer que 20 años más tarde se acordara. Llegué a la conclusión que le dolió y que seguía siendo el mismo inmaduro de siempre. Ese osito me importaba y lo quemé, hasta me asusto de pensarlo. Nunca lo había visto de ese modo. En fin, no hay osito, sigo sin objeto. 
Podría decir que los libros que he juntado durante tantos años son algo especial, cada tanto tomo alguno al azar y lo abro en una página cualquiera y releo y me vuelvo a sorprender, de ellos ninguno prefiero por sobre otro, cada uno es un poco de magia que guardo, una magia distinta que acompañó momentos, que me recuerda personas, algunas que no están y que llevo conmigo siempre. Darlos, venderlos, que no estén más, no implicaría mayor esfuerzo más que el que me puede insumir meterlos en una caja o varias ya que son una considerable cantidad. Quizás separaría algunos, la poesía seguramente y si es regalada más segura todavía, alguna saga de esas fantásticas que me gustan, podría deshacerme de la mayoría sin duda. 
Carteras zapatos y vestimenta tengo a montones, pero podría no tenerla. Hay pilas de ropa, de botas y sandalias, de carteras de todo tipo amontonándose en mi placard, pero nada de eso resulta significante, en sí nada especial. Quizás si me pusiera a recordar donde y porque los compré, cuando y con quien los usé, alguno podría resultar más significativo. Como el vestido con el que recibí mi título, aún lo tengo, seguramente porque es relativamente reciente, no soy de guardar mucho tiempo las cosas que no voy a usar. 
Me resulta hasta triste pensar que no guardo nada de nadie, que nunca mi padre me regaló un reloj que heredara de su padre y el de su padre, ni que mi mamá me dé su anillo de bodas cuando me case porque era de su mamá y de su mamá y de su mamá. Claro, si mi papá habría tenido un reloj antiguo lo habría vendido o empeñado a cambio de dos mangos que le permitirían comprar una botella de vino, y mi madre, seguro tuvo el anillo de la abuela, pero lo vendió cuando no tenía para darnos de comer. Objetos familiares ni uno solo llevo conmigo, quizás es mejor así, todos los objetos tienen historia y la historia familiar no es muy grata que digamos. Sería como cargar con peso muerto que dificulte el andar cotidiano.
No, no hay objeto ni lo habrá, siempre creí que lo significativo no son objetos, sino los momentos, las personas, las palabras dichas en momentos justos, las sonrisas y hasta algunas lágrimas vertidas y todo eso lo llevo en la memoria y en el corazón.

Como subir una escalera



Una escalera se sube de diferentes maneras. Depende de la escalera, pero más depende de la edad y condición e interés del que sube en llegar a la sima. 

Las escaleras en la entrada de una iglesia, no serán subidas de la misma manera por una novia que por una anciana que va a expiar culpas. La novia tendrá los ojos en alto sin perder de vista la sima, mientras que la anciana, mirará sus pies porque tal vez el menor de sus miedos sea caer.

Las escaleras internas de una casa, esas que suelen llevar al dormitorio. No es lo mismo subirlas si se va a dormir o si se va acompañado entre besos perdiendo la ropa en cada escalón. Se recomienda la segunda opción.

En cuanto a una escalera de obra, esas que hay en el galpón de cada casa y que se usan para hacer arreglos, las que usan los albañiles y los pintores. Esas son las más indómitas, esas se vuelven rebeldes según la hora del día. A las 9 de la mañana se suben si esfuerzo, mientras que llegadas las 5 de la tarde, uno las mira como si subirlas implicara una escalada al Himalaya.

No solo se trata de poner un pié en un escalón tensar los músculos, hacer la fuerza necesaria con la pierna para impulsar el cuerpo, levantar el otro pie y volver a hacer el mismo ejercicio.

No, implica además, una posición de la cabeza, un apoyo con  los brazos si fuera necesario y lo más importante, la mirada. A donde orientar la mirada. La lógica indica que hacia la cima, pero no siempre es así.

Que es un libro y como leerlo.



Paso a paso. Un libro es, una pila de hojas de papel, acomodadas y emparejadas, unidas con pegamento o cosidas por uno de sus lados que se llama “lomo” que permiten ver cada hoja sin que se desparramen. Poseen tapa y contratapa, es decir, una tapa adelante y una atrás, que resultan ser hojas de igual tamaño o mayor – nunca más chica que las hojas-, unidas de igual manera, pero más gruesas con el fin de proteger al resto que descansa en el interior. 

Existen libros pequeños que dicen mucho, enormes que dicen muy poco, y viceversa.

Para leer uno, es necesario verificar primero que haya sido escrito en el idioma que entendemos. Una vez que conseguimos el libro adecuado. Lo miramos, lo tomamos por el lomo, lo apoyamos en la palma de la mano izquierda -o derecha si usted es lo que se conoce como zurdo-, con el dedo índice ayudando con él pulgar, levantamos la tapa y encontramos la primera hoja. La miramos. Generalmente esta en blanco. Seguimos a la que sigue.

Comenzamos a leer desde la parte superior a la inferior de la cara de esa primera hoja. Al llegar al final de la hoja, apoyamos el mismo dedo índice en el margen superior izquierdo y ejercemos una suave presión hacia la derecha de la hoja, una presión suficiente para retener la hoja en el dedo pero logrando que se desplace unos centímetros-algunos se pasan el dedo levemente por la lengua para darle humedad-. 

Al lograr que el borde se levante y el dedo quede debajo de la hoja leída lo acompañamos con los dedos mayor y anular para ayudar a la hoja a que se apoye en la parte de atrás de la tapa u hoja anterior.

Así apoyada continuamos leyendo la cara –carilla – dos de la primera hoja. Repetir la operación hasta llegar a la contratapa o hasta dormirse.

En caso que esto último ocurra, trate de que su cara no quede apoyada en las hojas para evitar que la baba que despide borronee las letras o se pegará al libro rompiendo las hojas, lo que dificultará o impedirá su posterior lectura.