jueves, 19 de noviembre de 2020

Hasta que morimos

 

Parecíamos locos hablando de cosas sin sentido

Dijo la anciana y puso la pava vieja a calentar en el brasero junto a la mecedora.

Se le notaba en la cara cuanto disfrutaba tomar mate en la galería, mientras recibía la tibia brisa del atardecer en el arrugado rostro.

Su nieta despeinada y rostro acalorado, sentada en el piso de madera, la miraba con admiración cuando la anciana le contaba esas cosas de hace mucho tiempo.

Eran otros tiempos. Donde estabas conectado todo el tiempo recibiendo información que te llenaba la cabeza de cosas que realmente no eran necesarias.

La pequeña, abría los ojos sobresaltada, asombrada, imaginando a su abuela con un cable en la cabeza sentada en una silla y enchufada a una maquina tenebrosa.

Recuerdo a un chico que se llamaba Mateo y que gano un premio internacional por un video corto muy bonito que hizo, donde una médica y una anciana convivían en paz. Claro, el video era el deseo de ese chico, porque en la realidad, los médicos fueron discriminados, echados de sus casas, y tratados como delincuentes.

La niña sonrió, y dijo Los videos eran como libros pero con imágenes que se movían, ¿no abuelita? Capaz ese Mateo solo escribía ficción como los cuentos que me leíste donde había cosas que no son reales. ¿La médica era un hada o la anciana era el hada?.

La mujer no respondió. Una lágrima corrió por su mejilla. El razonamiento de su nieta era inocentemente cruel y certero. Con el dolor reflejado en sus ojos, parecía aceptar que en aquellos tiempos no había paz en su tierra, aun cuando no habían entrado en guerra con otros países. No. Era una guerra interna, que se había instalado en esa sociedad que ya no existía, una guerra que había empezado sin que se dieran cuenta y que duró más de 50 años. Una guerra que dio paso a los desastres que vinieron, una guerra que cobro muchas vidas, una guerra moral que se llevó a muchos, una guerra perdida, no hubo ganadores, solo sobrevivientes en un mundo que se precipita a su propia condena.

El aroma a pan recién echo, la sacó de sus pensamientos. Su nieta se paró de un salto y entró corriendo a la cabaña. No te levantes abuelita, yo los saco y te los llevo.  Gritó desde adentro con toda la energía de quien sabe que está ayudando.

Volvió con un plato lleno de panecitos humeantes, los dejó en la mesita de madera decorada, al lado de su abuela y volvió corriendo adentro a buscar manteca y un cuchillo. Pero esta vez volvió despacio, contando los pasos, mirando donde pisaba. Su abuela le había enseñado que nunca debía correr con un cuchillo en la mano.

La anciana cortó el pan, untó la manteca hecha en la mañana y le extendió a su nieta el manjar que compartirían esa tarde.

Entre bocados, la nena inquieta insistió como si le hubiera leído la mente ¿Vos luchaste abuela?

La pregunta la inquietó, se paró como pudo, ya no tenía la agilidad de la juventud, puso la mano derecha en su cintura y se masajeo, suspiró mientras con la mano izquierda se apoyaba en el bastón que ella misma había hecho. Le echó una mirada al rojo atardecer que se brindaba a ellas en la lejanía y se dirigió a la puerta. El viento comenzó a soplar un remolino de polvo se dibujó en el terreno árido. Con un pie adentro y otro afuera, se dio vuelta olfateó la tormenta que se aproximaba y con inefable tristeza respondió.

Por supuesto mija. Luchamos siempre, hasta que morimos.