miércoles, 10 de noviembre de 2021

Los silencios de mi tío

 Anoche lo soñé. Sentado en la enorme mesa de madera maciza, comiendo sus bifecitos con cebolla y huevo que tanto le gustaban y que tan ricos le salían. Estaba en silencio subsumido en ese, su mundo llevando a cuestas tantos años de soledad y trabajo duro tallados en su cara. Y nosotros a su lado, invitados a comer en un silencio parco pero afecto.

Como cuando con la mirada te ofrecía un mate, sentado en su silla de madera con rezagos de lo que otrora fuera pintura celeste, ya casi destartalada, con su equipo de mate bien dispuesto en su mesita roja desteñida por el recalcitrante sol del norte. Con un ademán levantaba el mate, y su mirada te invitaba a acompañarlo. Casi no emitíamos palabra. Pero juntos y en silencio nos uníamos, entre mate y mate, a mirar el cielo de las cinco de la tarde, casi turquesa; el cañaveral que con los años sigue dando batalla y no deja de crecer, el terebinto, testigo de llegadas y partidas de toda la familia, cuyas hojas como clinas se deja peinar por el viento en una mágica danza misteriosa y eterna.
Ese silencio, como cuando preparaba el fuego para hacer asado, el sigilo con el que seleccionaba la madera, con el que maniobraba el hacha luego de tantos años, aquella herramienta había pasado a ser una extremidad más.
El silencio lo invadía todo, menos sus ojos. Ah si, esos ojos pequeñitos y redondos, idénticos a los de su madre, mi abuela, contaban historias y también las guardaban. No necesitaba saberlas, disfrutaba compartir esos tan adorables mutismos como un ritual entre él y yo.
Fue así qué mi tío me enseñó, a crear y a entender mis propios y estruendosos silencios en un ritual de modesta serenidad entre un tío sin hijos y una sobrina sin padre.

jueves, 16 de septiembre de 2021

Los panes de mi abuela

 Iba y venía mi abuela cuando tocaba hacer el pan, se le volaban las cimpas grises que se desbordaban por sobre los hombros y llegaban hasta las caderas. Iba y venía con su batón oscuro de flores que apenas se dejaban adivinar, nunca llevaba colores brillantes porque ella era viuda y por respeto al finado, solo vestía colores tristes.

Prendía el fuego, para que se vayan haciendo las brasas. El horno, parecía una enorme tortuga de barro, que reposaba en de fondo de la casa, mucho antes del cañaveral. A los costados estaba la leña acomodada que esperaba la horneada semanal con complacencia.
Buscaba los ingredientes en la casa, hacía una montaña de harina que sacaba de una bolsa de arpillera y la ahuecaba en el medio, le agregaba, levadura que tenía guardada de una amasada anterior, un poco de sal, agua, y el chicharrón que chillaba en el fuego.
Amasaba el pan en la mesa celeste y descascarada, dentro de la vieja cocina de adobe y techo de paja. Desde muy temprano, sus arrugadas manos comenzaban con la tarea y los rayitos de sol que entraban por la diminuta ventana, dejaban ver rezagos de harina suspendidos en el aire.
Sus ojos redondos y chiquitos se iluminaban y sus manos parecía estar tocando el piano al cocinar, ella esgrimía con la destreza de un samurai, el palo de amasar para hacerme los Guanacos de pan que a mi tanto me gustaban.
Espectadora silenciosa de una tradición añeja, mi mayor alegría llegaba cuando me daba un pedazo de masa y me enseñaba como hacer un Guanaco, con esa tranquilidad que solo tienen las abuelas.