miércoles, 10 de noviembre de 2021

Los silencios de mi tío

 Anoche lo soñé. Sentado en la enorme mesa de madera maciza, comiendo sus bifecitos con cebolla y huevo que tanto le gustaban y que tan ricos le salían. Estaba en silencio subsumido en ese, su mundo llevando a cuestas tantos años de soledad y trabajo duro tallados en su cara. Y nosotros a su lado, invitados a comer en un silencio parco pero afecto.

Como cuando con la mirada te ofrecía un mate, sentado en su silla de madera con rezagos de lo que otrora fuera pintura celeste, ya casi destartalada, con su equipo de mate bien dispuesto en su mesita roja desteñida por el recalcitrante sol del norte. Con un ademán levantaba el mate, y su mirada te invitaba a acompañarlo. Casi no emitíamos palabra. Pero juntos y en silencio nos uníamos, entre mate y mate, a mirar el cielo de las cinco de la tarde, casi turquesa; el cañaveral que con los años sigue dando batalla y no deja de crecer, el terebinto, testigo de llegadas y partidas de toda la familia, cuyas hojas como clinas se deja peinar por el viento en una mágica danza misteriosa y eterna.
Ese silencio, como cuando preparaba el fuego para hacer asado, el sigilo con el que seleccionaba la madera, con el que maniobraba el hacha luego de tantos años, aquella herramienta había pasado a ser una extremidad más.
El silencio lo invadía todo, menos sus ojos. Ah si, esos ojos pequeñitos y redondos, idénticos a los de su madre, mi abuela, contaban historias y también las guardaban. No necesitaba saberlas, disfrutaba compartir esos tan adorables mutismos como un ritual entre él y yo.
Fue así qué mi tío me enseñó, a crear y a entender mis propios y estruendosos silencios en un ritual de modesta serenidad entre un tío sin hijos y una sobrina sin padre.

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