martes, 20 de octubre de 2015

Ni Idea



Nunca aprendí a bailar breakdance. En el furor de “Thriller” de Michael Jackson yo andaba en puntitas de pie con zapatillas de punta, malla negra, pollerín de raso rosa interpretando el lago de los cisnes, no era una nena tampoco una mujer, eran los años 80, y no sabía nada.
Vivía como en un limbo de conocimiento que sabía y no sabía, consciente o inconsciente, y no me daba cuenta de las cosas aunque las tuviera delante. No sabía de novios, ni del amor ni del no amor, no sabía de celos y menos aún de sexualidad, aunque el vecino de al lado, siempre que jugábamos a las escondidas, corría a refugiarse conmigo y aprovechaba para poder estar más cerca, para tocarme el hombro rozarme las manos mirarme de cerca abrazarme si tenía oportunidad y yo que le decía que se corra y no moleste, que hacía calor para estar muy juntos. No sabía que él ya no me veía como la nena de al lado que aún juntaba las figuritas de Sara Kay.  Y si bien había conocido a temprana edad un beso en la boca, porque el hijo del primo segundo de mi padrastro, me dio uno al estilo novela mexicana de Verónica Castro, no sabía para que servía la lengua y arrugando la cara dije ¡que asco!. Sentirla hurgando buscando ¿Qué?. Harisca lo aparté de un empujón, sin saber que ese nene rubio con corte a lo Carlitos Balá y ojos verdes sería -cuando creciéramos- mi pareja por muchos años.
Efectivamente no sabía nada  y tal es así que cuando en la escuela nos daban charlas sobre menstruación y reproducción volvía a casa jugando y reboleando la bolsita en la que repartían toallitas. Era un estuche azul con el logo Jhonson&Jhonson tamaño cartuchera que –según mi mamá- no se podía mostrar pero como yo eso no lo sabía tuvo que decirme que no juegue así en la calle, que es algo “íntimo” que nadie debía saber. No sabía que algo que se sabía no se debía saber. De aquella cuestión de la reproducción que había estudiado para la escuela no sabía nada, para mí la película estaba cortada y no me terminaba de convencer. Lo bueno era que yo no sabía, pero no era solo yo, éramos varias las que no sabíamos. Todas teníamos la misma incógnita existencial que derivaba en cómo nos hicieron nuestros padres. Pero no el cuento de la cigüeña ni del repollo ni de la semillita ni el de que mama y papa se quieren mucho y cuando se besan pasan cosas, a mí me besaron a los 7 años y no tenía un hijo, eso era más que prueba suficiente para entender que había algo más y ese algo debíamos averiguarlo ya que sabiendo esto anularíamos toda eventual excusa para que nos traten como niñitas pequeñas que no saben nada  quienes se cuidan para hablar o hablan y dicen cosas y se ríen por lo bajo y nosotras quedamos mirando sin entender porque se ríen y al final nos enojamos porque nadie nos explica la neda. Si la neda, no la gracia ni el chiste ni el chascarrillo, la neda, si había algo que sabíamos era encontrar palabras poco usadas para decir cosas sencillas de manera más sofisticada, o por lo menos así lo veíamos nosotras y nos resultaba gracioso cuando la gente se quedaba mirándonos porque eran ellos los que no sabían.
La barra completa de chicas nos juntábamos a charlar a la hora de la siesta bajo la ventana de doña Betty porque sabíamos que la vieja estaba más sorda que una tapia y podíamos hablar sin que nadie nos escuche. Y nos preguntábamos “¿por dónde le mete el coso el hombre a la mujer?” La hipótesis más aclamada era por la cola pero no estábamos seguras porque no entendíamos como llegaba el bebé al útero. “¡No! Ese agujero no llega al útero” razonábamos mientras seguíamos el dibujo con el dedo índice. Teníamos la información por separado y en ningún lado indicaba el cómo y la lógica indicaba que por la vagina no entraba. “yo me miré en el espejo y ese agujero es muy chico” confirmó Vero que era la más osada porque era un año más grande y ninguna se animaba a preguntarle a sus padre por miedo a que nos reten, sabíamos que estaba mal pensar y querer saber de esas cosas porque esas cosas no se deben saber de esas cosas no se debe hablar y menos con los varones y los libros pasaban de explicar los aparatos reproductores a la foto del bebé ya concebido y la pregunta del millón era ¿Y cómo llegó ahí? No sabía nada y menos aún que Vero estaba equivocada.
No sabía cosas simples y mucho menos podía saber de política ni de derechos, eso no se enseñaba en las escuelas en esos días, a gatas nos leían el preámbulo de la constitución pero no lo explicaban, eso sí, lo debíamos saber de memoria con todas esas palabras difíciles que no entendía, como afianzar la justicia, consolidar la paz interior y varios más que parecían slogans de televisión para las elecciones, era muy complicado para mí entender que querían decir y por eso cuando escuche la simplicidad de que con la democracia se come se cura y se educa, yo quería que gane Alfonsín.
Puedo decir que fue el año de mayor certeza de que no sabía nada, pero era un no saber dinámico, que se modificaba a cada momento porque había cosas que despertaban mi atención. Un día, al regresar del colegio, le pregunté a mi mamá que quería decir “estas para el crimen”, porque un hombre cobrizo de pelo nevado con camisa sin mangas que colgaba de un andamio me lo dijo al pasar. Seguí sin saberlo, porque ella tampoco me lo explicó. “Pavadas, solo pavadas” me respondió renegando por lo bajo. Pero ¿De qué crimen me hablaba ese señor? ¿Me querrá matar? ¿Qué le hice para que me diga eso? Debe significar otra cosa, por las dudas no volví a pasar por ahí.  A los trece no sabía que las tetas eran llamadores de miradas y en la mayoría de los casos seguidas por una grosería, que era normal la guarangada y que la culpa la tenía yo porque tenía tetas y no era plana como mi hermana que no usaba corpiño y se ponía lo que quería y no las tenía que esconder como yo. Yo no sabía que ser mujer era así de difícil y a veces desagradable como esa vez en que un señor en el colectivo me rozo la pierna con la mano sin querer y se quedó mirándome y olía a vino como cuando a veces mi papá llegaba a casa todo colorado y se metía en la pieza y no salía hasta el otro día y me corrí asqueada porque el señor era grande de pelo blanco y nariz brillante y no me gustaba como me miraba y cuando llegué a casa y le conté a mi mamá me dijo “tendrías que haberle avisado al chofer” pero yo no sabía que decir ni que hacer porque a los trece yo no sabía ni las cosas más obvias, no tenía ni idea, no sabía cómo expresar que tenía miedo cuando me miraban de esa forma porque si yo tenía tetas seguro la culpa era mía.

Tres escalones al cielo



Soñábamos.  Yo quiero ser doctora, decía Ale la vecinita de al lado, yo voy a ser abogada decía mi hermana, Oscar decía que iba a ser contador y el más osado Omar iba a ser presidente. “¿y vos?” preguntaba Gladys la mamá de Ale “yo voy a ser camionera” contestaba levantando la mirada orgullosa aun cuando la insatisfacción de Gladys la dejaba sin palabras y sonreía lastimosamente. Ahora entiendo que era más fácil que Omar sea presidente a que yo fuera camionera. La convicción con la que lo decía era digna de lástima porque quien me escuchaba sabía que era un sueño que no podría cumplir, y es difícil tratar con una niña a la que no se le cumplirán sus sueños. Esas son cosas de hombres escuché más de una vez. ¿Y porque querés ser eso? Y ese eso quedaba en el aire repitiéndose porque no decían camionera decían eso para no volver a repetir la profesión como si fuera mala palabra. Solo respondía levantando los hombros y con una mueca de no sé al tiempo que pensaba que me importaba un carajo lo que pensaran. La verdad era que no quería hablar con gente que me censuraba de antemano y no quería contar que la decisión no era casual ni caprichosa y que había pensado en ello en esos viajes que hacía a La Rioja cada invierno a pasar las vacaciones con mi abuela materna. Eran en esa época 18 horas de mirar el borde del camino, de estar sola conmigo y de pensar en infinidad de cosas, entre ellas planificar mi futuro y buscar la manera de hacer lo que me gustaba y ¿Qué me gustaba? Esas rutas, los paisajes los  cielos esa sensación de ser y no ser, de pertenecer y no, de ser de todos y de ningún lado, esa sensación de existir solo en ese momento. Al principio había pensado que una manera de hacerlo era siendo azafata pero me pincharon el globo cuando me dijeron que las azafatas debían ser altas y que yo sería petisa como mi mamá.
Tuve la osadía de alimentar un sueño. La decisión final la tome una tarde de verano al escuchar el rugir de un motor en la puerta de la casa cuando vivía en Santos Lugares. Era un barrio tan tranquilo donde un estrepitoso motor no podía pasar desapercibido. Salimos corriendo con mi hermana y ahí estaba, rojo y plateado reluciente imponente y vivo, un Scania de doble cabina y desde la ventanilla nos saludaba con la mano y una sonrisa en la boca y en los ojos mi tío de Mendoza que había llevado lajas a la capital y pasó a saludarnos. Yo no conocía a ese tío, era uno más de tantos, pero lo primero que le dije con los ojos bien abiertos fué “¿puedo subir?”. No molesten al tío gritó mi mamá desde la casa abriendo la puerta para recibir la visita, “dejen que baje”. Los gritos de mi mamá eran un ruido de fondo casi inaudible, las palabras de mi tío no me importaban, hasta que dijo las que yo esperaba, “dale, subí vamos a dar una vuelta”. Con el tiempo comprendí que era dificultoso subir a un camión de ese porte, pero en ese momento creo haber saltado trepado o volado, cuando me di cuenta estaba sentada en su falda mirando al frente y el mundo era mío.  No quería cerrar los ojos para no perderme nada de esos momentos en que estaría al frente de un camión. La vuelta fue la vuelta del perro unas cuadras y volvimos, pero para mí fue un mundo nuevo. Desde ahí, podía ver los autos pequeños, las calvas de la gente que andaba en las veredas, rozar las copas de los árboles y al cruzar una calle me agachaba porque tenía la sensación de que le iba a pegar  con la cabeza a los cables de la luz. Iba despacio y yo sentía que volaba. Fue así y por culpa de mi tío que en mi corazón se enraizó la decisión de ser camionera porque comprendí que si desde la ventanilla de un micro me gustaba la ruta, desde la cabina de un camión la amaría.
Confirme la teoría. Una tarde de invierno en el sur, cuando perdí el micro que me llevaba a Punta Arenas no me quedó más remedio que pedir aventón. Trepé los tres escalones a un Inter blanco manejado por un desconocido y recorrí las rutas nevadas a destiempo porque los camioneros tienen tiempos distintos al resto de los humanos. Paramos en un parador escondido tras los pinos regados en la ruta, tomamos una taza enorme de café con un sándwich de pan casero jamón queso y mantequilla también hecha en casa, fumamos apoyados en los escalones que me hacían sentir que iban al cielo, miramos la tarde blanca fresca y silenciosa, no había apuro, la ruta helada parecía invitarnos sonreí para mí. La amé. Me volví niña otra vez y sentí de alguna manera que cumplía mi sueño, ese del que todos se burlaron cuando era pequeña, y por unas horas fui lo que no fui.

jueves, 1 de octubre de 2015

¿Desapegada yo? - Ningún objeto



A medida que fui migrando de casa en casa durante tanto tiempo, fui dando, tirando, o simplemente olvidando objetos y los que cargo conmigo son solo para hacer mi existencia más cómoda. 
Podría decirse que no soy muy apegada a nada material en este mundo. Tengo cierta preferencia por algunos objetos que simplifican mi vida, como la planchita, la depiladora, la notebook, el despertador aunque lo odie, pero que signifiquen algo emocional, no he podido localizar ninguno. Y he pensado en muchos al punto de recordar que en una época tuve un osito rosa de esos que eran prendedores y que se colgaban de la mochila. 
Le había tomado cariño, pero cuando corte la relación con ese seudo novio que tenía a mis 17 años, en un arranque de rabia le prendí fuego, sí, aún puedo sentir el olor a plástico quemado mientras el rosa se fundía en un charco negro burbujeante que despedía un humo espeso, supongo que fue mejor que quemarlo a él, nunca olvidaré lo grandes que abrió sus ojos marrones al ver como queme su patético osito con el que molestaba todo el tiempo. 
Años más tarde, nos cruzamos en la calle, nos saludamos, el típico “como estas tanto tiempo” y luego, mirándome fijo dijo “vos quemaste el osito” no podría creer que 20 años más tarde se acordara. Llegué a la conclusión que le dolió y que seguía siendo el mismo inmaduro de siempre. Ese osito me importaba y lo quemé, hasta me asusto de pensarlo. Nunca lo había visto de ese modo. En fin, no hay osito, sigo sin objeto. 
Podría decir que los libros que he juntado durante tantos años son algo especial, cada tanto tomo alguno al azar y lo abro en una página cualquiera y releo y me vuelvo a sorprender, de ellos ninguno prefiero por sobre otro, cada uno es un poco de magia que guardo, una magia distinta que acompañó momentos, que me recuerda personas, algunas que no están y que llevo conmigo siempre. Darlos, venderlos, que no estén más, no implicaría mayor esfuerzo más que el que me puede insumir meterlos en una caja o varias ya que son una considerable cantidad. Quizás separaría algunos, la poesía seguramente y si es regalada más segura todavía, alguna saga de esas fantásticas que me gustan, podría deshacerme de la mayoría sin duda. 
Carteras zapatos y vestimenta tengo a montones, pero podría no tenerla. Hay pilas de ropa, de botas y sandalias, de carteras de todo tipo amontonándose en mi placard, pero nada de eso resulta significante, en sí nada especial. Quizás si me pusiera a recordar donde y porque los compré, cuando y con quien los usé, alguno podría resultar más significativo. Como el vestido con el que recibí mi título, aún lo tengo, seguramente porque es relativamente reciente, no soy de guardar mucho tiempo las cosas que no voy a usar. 
Me resulta hasta triste pensar que no guardo nada de nadie, que nunca mi padre me regaló un reloj que heredara de su padre y el de su padre, ni que mi mamá me dé su anillo de bodas cuando me case porque era de su mamá y de su mamá y de su mamá. Claro, si mi papá habría tenido un reloj antiguo lo habría vendido o empeñado a cambio de dos mangos que le permitirían comprar una botella de vino, y mi madre, seguro tuvo el anillo de la abuela, pero lo vendió cuando no tenía para darnos de comer. Objetos familiares ni uno solo llevo conmigo, quizás es mejor así, todos los objetos tienen historia y la historia familiar no es muy grata que digamos. Sería como cargar con peso muerto que dificulte el andar cotidiano.
No, no hay objeto ni lo habrá, siempre creí que lo significativo no son objetos, sino los momentos, las personas, las palabras dichas en momentos justos, las sonrisas y hasta algunas lágrimas vertidas y todo eso lo llevo en la memoria y en el corazón.

Como subir una escalera



Una escalera se sube de diferentes maneras. Depende de la escalera, pero más depende de la edad y condición e interés del que sube en llegar a la sima. 

Las escaleras en la entrada de una iglesia, no serán subidas de la misma manera por una novia que por una anciana que va a expiar culpas. La novia tendrá los ojos en alto sin perder de vista la sima, mientras que la anciana, mirará sus pies porque tal vez el menor de sus miedos sea caer.

Las escaleras internas de una casa, esas que suelen llevar al dormitorio. No es lo mismo subirlas si se va a dormir o si se va acompañado entre besos perdiendo la ropa en cada escalón. Se recomienda la segunda opción.

En cuanto a una escalera de obra, esas que hay en el galpón de cada casa y que se usan para hacer arreglos, las que usan los albañiles y los pintores. Esas son las más indómitas, esas se vuelven rebeldes según la hora del día. A las 9 de la mañana se suben si esfuerzo, mientras que llegadas las 5 de la tarde, uno las mira como si subirlas implicara una escalada al Himalaya.

No solo se trata de poner un pié en un escalón tensar los músculos, hacer la fuerza necesaria con la pierna para impulsar el cuerpo, levantar el otro pie y volver a hacer el mismo ejercicio.

No, implica además, una posición de la cabeza, un apoyo con  los brazos si fuera necesario y lo más importante, la mirada. A donde orientar la mirada. La lógica indica que hacia la cima, pero no siempre es así.

Que es un libro y como leerlo.



Paso a paso. Un libro es, una pila de hojas de papel, acomodadas y emparejadas, unidas con pegamento o cosidas por uno de sus lados que se llama “lomo” que permiten ver cada hoja sin que se desparramen. Poseen tapa y contratapa, es decir, una tapa adelante y una atrás, que resultan ser hojas de igual tamaño o mayor – nunca más chica que las hojas-, unidas de igual manera, pero más gruesas con el fin de proteger al resto que descansa en el interior. 

Existen libros pequeños que dicen mucho, enormes que dicen muy poco, y viceversa.

Para leer uno, es necesario verificar primero que haya sido escrito en el idioma que entendemos. Una vez que conseguimos el libro adecuado. Lo miramos, lo tomamos por el lomo, lo apoyamos en la palma de la mano izquierda -o derecha si usted es lo que se conoce como zurdo-, con el dedo índice ayudando con él pulgar, levantamos la tapa y encontramos la primera hoja. La miramos. Generalmente esta en blanco. Seguimos a la que sigue.

Comenzamos a leer desde la parte superior a la inferior de la cara de esa primera hoja. Al llegar al final de la hoja, apoyamos el mismo dedo índice en el margen superior izquierdo y ejercemos una suave presión hacia la derecha de la hoja, una presión suficiente para retener la hoja en el dedo pero logrando que se desplace unos centímetros-algunos se pasan el dedo levemente por la lengua para darle humedad-. 

Al lograr que el borde se levante y el dedo quede debajo de la hoja leída lo acompañamos con los dedos mayor y anular para ayudar a la hoja a que se apoye en la parte de atrás de la tapa u hoja anterior.

Así apoyada continuamos leyendo la cara –carilla – dos de la primera hoja. Repetir la operación hasta llegar a la contratapa o hasta dormirse.

En caso que esto último ocurra, trate de que su cara no quede apoyada en las hojas para evitar que la baba que despide borronee las letras o se pegará al libro rompiendo las hojas, lo que dificultará o impedirá su posterior lectura.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Desde otros ojos - Biografìa de un pitbull



Respiro, siento. Huelo. Chupo, me lleno la pansa, suelto, me estiro, bostezo, duermo. 

Encima mi madre, con su olor y su calor. Ella me lame. Todo es tibio.

Me muevo, puedo mover mis patas. Cuesta, me arrastro. Me alimento del cosito de mi mamá y duermo. Escucho. Ruidos, uno llora, ¡hay otros! No estoy solo. 

Los siento cerca, empujando, respirando, llorando.

Lloro, algo pasa. Los otros ya no son solo un ruido, ahora son manchas que se mueven. Eran ellos los que me empujaban. Mamá es una mancha grande, que siempre me lame.

Con el tiempo la veo mejor, a ella y a los otros, mis hermanos. Huelo, siempre el mismo olor en ellos y en ella.  Ella es grande, es enorme tibia y llena de alimento.

Despierto, no escucho a mis hermanos, ella olfatea y llora.

¿Qué pasa? Paro las orejas se paran escucho ruidos. Algo viene, me agarra, ella sigue llorando, la veo cada vez más chica, más lejos, la escucho, llora, gruñe, salta, grita. ¡Tengo miedo!

Ya no la escucho. Hay otro, es grande, siento el latir, como el de “ella”. Pero no es ella. Su olor es distinto. También es calentito. Tengo hambre, busco,  ¡no tiene cosito!. Lloro.

Me ponen algo duro en la boca, ¡quiero el cosito!. ¡Tengo hambre! Busco, lloro, busco, lloro mucho. ¡La quiero a ella!

El otro me sostiene con sus enormes manos, es distinto. Veo sus ojos, enormes, me huele, lo huelo, es una ella busco el cosito. ¡Tengo hambre!  Me da algo blando, lamo, lamo, ¡lo lamo todo! Estoy cansado, me duermo.

Lloro, viene, me levanta, escucho su corazón cuando me acerca a ella. Me alimenta, como todo, me deja en el piso. Es frío. Aprendo a caminar, caigo y me levanto, huelo, lloro. Tiemblo.

Pasa el tiempo. Aprendo a correr. Muchas veces me caigo, es duro y mis patitas se patinan. Ella, me alimenta siempre, me da calor, me lame muak muak y también con sus patas. Detrás de las orejas. Me tiro pansa arriba y ella me toca con las patas, la pansa, me gusta. Ahí, ahí, ahh que lindo!

Sale por un agujero grande y vuelve con cosas que yo muerdo, y sacudo y vuelvo a morder.

Cuando ella se va yo la espero. Siempre vuelve. Mientras, mastico tiro corro. Aprendí a subir las escalones como ella, son muchos y cuando caigo duele. Con ella jugamos, la muerdo. Ladra, ¡¡me muerde la oreja!! Lloro, duele. A ella no hay que morder.

Con el tiempo aprendí a comer las cositas duras, ricas, me pusieron algo en el cuello y cuando ella dice “airon”, paro las orejas y muevo la cola.

Ella se está volviendo pequeña, ahora yo la cuido a ella. Donde ella va, yo voy con ella y me siento a cuidar que no se la lleven. 

A veces muerdo cosas que no me da, y ella gruñe, ladra mucho. Cuando ladra me escondo. Salgo cuando deja de hacerlo. Lamo sus patas, ella me toca despacito, le muevo la cola. Me lame con las patas.

Con el tiempo ya no me alza tanto. Debe ser que me salieron esas cosas al lado de mi cosito, entre las patas, me retuerzo y las lamo, pero ya no me alzan tanto. Ella igual me pasa la pata por el cuerpo y me tiro en el piso y le muestro mi panza y dejo que me lama con las patas. ¡Ay! ¡Cómo me gusta!

Miro, aprendo. Cuando dice “sentate” yo apoyo mi colita en el piso y ella me da una bolita. Dice “quieto” ó “espera” y yo me quedo quieto y espero, eso significa que me va a dar más bolitas para comer.

Ahora dice “vamos” y me pone una soga en el cuello. Me lleva afuera por el gran agujero. Voy despacio, hay mucho ruido y cosas que no conozco.
Tiro para poder correr, la soga que me puso lastima; camino a su lado, la soga ya no lastima. Caminamos despacio y me da bolitas. Quiero correr, no puedo, la soga duele.

Me canso, tengo sed, volvemos a casa. Tomo mucha agua, se desparrama en el piso, estoy cansado, la miro ella también toma agua y se echa. Descansamos juntos. 

Ya tengo ocho meses y a ella se la llevaron. Sus cosas no están, la busco, huelo, no está.

Pasan la luz y la oscuridad varias veces. Sin paseos, solo vienen a darme de comer, nadie me ladra como ella.  Tengo miedo, estoy triste, lloro. Ya no entro en mi camita, se hizo pequeña, siento frío.

Escucho la puerta. ¡Es ella! ¡Volvió! Salto, la lamo, muevo la cola, salto más alto, lloro, me hago pis. Me pone la soga. ¡Vamos afuera!  Mi cosito se sale, se hincha y no puedo meterlo adentro, escucho mi corazón muy rápido. Ella me lame muak muak.

Cuando vamos afuera entramos a una caja grande y se sienta a mi lado. La escucho ladrar despacio, pero hace algo y no me mira. ¡Nos movemos! La caja grande se mueve y yo miro atento para adelante.

Mi cuerpo se va para atrás despacito, a veces al costado y a otro, otras de repente me voy para adelante y ella me pone una mano en el pecho. Me mira de a ratitos, a veces me pone su pata en la cabeza. La miro, es ella y no tengo miedo. Mi boca nunca estuvo tan abierta y mi lengua tan larga. Babeo. Mis orejas paradas, mis ojos bien abiertos.

El afuera es grande, miro por los agujeros y hay muchas cosas y otras como ella, hay cosas que no conozco pero pasan por nuestro lado muy rápido. El olor, no lo reconozco.

Después de mucho tiempo de estar en la caja que se mueve. Nos quedamos quietos. Ella sale, me pone la soga y me lleva.

Huelo, es pasto, tierra, lo conozco. El aire se mueve y me lame la cara, huele distinto, huele a pasto, huele a tierra.

Caminamos, hay otros, muchos. Vienen. Tengo miedo, meto la cola entre las patas mis patitas tiemblan. Huelo, camino junto a ella y huelo donde piso. Los otros, también huelen, los imito, mueven la cola muevo la cola. Me miran. Se van.

Camino con ella, me pasa su pata por la cabeza, me calmo. Me pongo en dos patas para lamer su cara, la miro a los ojos. Me lame.

Entramos a una casa grande. Me deja en una cama nueva, me da cositas para moder,  las dejo a un lado. Trajo comida y agua. Los acomoda cerca de mi cama.

“Sentate”. Obedezco. Miro todo. Me animo a recorrer la casa, es distinta, huele distinto, hay ruidos distintos, y el afuera es tan grande. Me quedo parado mirando por un agujero para afuera. Da miedo pero me quedo un rato mirando.

Cuando se vuelve todo negro afuera. Salimos. Veo luces en todos lados que se prenden y se apagan. Son muchas y chiquitas, pero no sé dónde están, solo las veo arriba por todos lados, aparecen y desaparecen.

Respiro profundo. Paro las orejas y miro las luces, están y no están. Me quedo mirándolas un rato.  

Ella, se echa afuera  a hacer algo. Me apoyo a su lado. Es mía. Siento su pata en mi cabeza. Se la lamo.

Suelta la soga, miro para todos lados, comienzo a caminar, despacio, huelo, empiezo a conocer.

Hay otro, es distinto, pequeño, negro, brilloso, lo puedo tocar, pisar, está quieto, parece bolita que se come, lo miro, lo huelo, lo toco con la pata, pero ¡oh! ¡Se mueve! Retrocedo. Lo mojo, ahora es mío.

¿Y eso?! Es más grande, como mi pata, lo huelo, se mueve, ¿lo toco? ¡salta! Me mira, lo miro, lo toco, ¡salta! ¿Dónde está?

Ella me llama, tiene un palito, ¡a jugar!. Lo tira lejos, salgo corriendo, salto, corro, ¡cuánto lugar para correr!

Destrozo el palito, sigo oliendo, mojo los palos, ahora son míos, y las cajas con plantas, ahora son mías, lo marco todo.  De tanto en tanto, la miro, a ver si está.

Luego de un rato, me aburro, vuelvo con ella, me siento sobre su pata, ella es mía.

Respiro hondo, huele a pasto. Ella está a mi lado. Bostezo grande, es hora de ir a dormir. La toco con la pata, ella es mía.

Crónica superviviente - Experiencia vivida en curso de supervivencia



Metí al auto la mochila donde aprisionadas me acompañarían: campera de abrigo, camiseta térmica manga larga, dos pares de medias, cinturón de cuero, una tela tipo tul de 1.5x1.5 metros, lapicera Bic, navaja Vitorinox, silbato tipo réferi, antiparras y guantes de jardinero, guantes de abrigo, un paquete de Carilina, pack de cepillo de dientes, pasta dental, dos botellas plásticas vacías – desinfladas ocupan menos lugar- y el celular por las dudas.

Era un curso de supervivencia y estaba convencida de que cualquiera podía vivir dos días con lo puesto. En este caso zapatillas para treeking, ropa cómoda y sombrero al estilo cocodrilo Dundy.

Salí a las 6 a.m. de Los Cardales rumbo a Ezeiza. El lugar donde se desarrollaría el curso estaba ubicado en un predio de varias hectáreas cercano al Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini.

Volví de grande a acariciar el gusto de pasar tiempo en la naturaleza. Mi marido fue dirigente Scout y me sumergí en ese mundo cuando lo conocí. Nunca voy a olvidar la primera vez que me llevó a acampar y me llevé la planchita. Eso quedó como anécdota familiar recordada cada vez que sale el tema Campamentos.

Esto era distinto, era un curso al que iba a aprender técnicas de supervivencia y si bien muchas cosas las sabía, siempre que estuve en la naturaleza fue con mi marido. La razón que me impulsó a hacerlo, es que acostumbro viajar sola y un día me pregunté ¿si me pasa algo y mi marido no está conmigo? Mi cerebro buscó la respuesta y recordé que Claudio, compañero de facultad, tenía un hermano que dictaba cursos, lo contacté y me anoté sin dudarlo.

Al llegar al punto de encuentro –puerta de entrada a la AFA- amanecía. Había poco movimiento en las rutas. Fui la primera, recliné el asiento y dormí hasta que escuche un motor apagarse.

Llegó Gabriel, el instructor, vestido de combate, con dos bolsos verdes enormes de los que sobresalían mangos de machetes y hachas. Yo que lucía mi planchita recién hecha y mis uñas con brillitos sentí vergüenza, que no encajaba. Saludé. Quise esconder las manos. Con una excusa me metí al auto me saque anillos, pulseras, cadena y todo lo que pudiera perder antes que me dijera algo. Charlamos.

Gabriel, veterano de Malvinas sirvió en la fuerza aérea durante la guerra. Alto, con una calvicie que oculta tras un mechón de pelo que acomoda constantemente, con canas que van cubriendo el dorado que alguna vez fue su cabello, de contextura ancha como un ropero antiguo, de rostro bonachón y regordete como perrito Chow Chow, de mirada honesta y sonrisa clara.

Me contó que se dedicó a hacer los cursos porque no encontró trabajo al volver de la guerra. Encontró la veta para explotar este ámbito de conocimientos que en la misma guerra, ni siquiera los soldados estaban preparados para soportar situaciones de emergencia donde se requiere del ingenio para sobrevivir. Actualmente es la única empresa en el país que hace este tipo de entrenamientos y recibe alumnos de todo el mundo. Mientras hablaba de los programas televisivos en que salió sus ojos brillaban orgullosos. Me pareció un buen tipo.  

Llegó otro auto con un hombre y su hijo – Lautaro de 12 años aproximadamente y Miguel de 45- ambos obesos y de anteojos del estilo culo de botella. No podían negar que eran padre e hijo. Eran la típica, vestidos iguales, padre que se separa y lleva al hijo a hacer las actividades que a la madre no le gustan, y el niño en su salsa, como si fuera el centro del universo. Más adelante confirmaría mi teoría de la primera impresión.

El grupo que se compuso al fin por: padre e hijo; Andrés, un estudiante  universitario de biología de unos 20 años con pantalón de combate y remera blanca Kevingston pulcramente planchada, rubiecito y con ojos de topo que escondía tras anteojos cuadrados. Luego descubriría que era - lo que en el ámbito académico se conoce – un nerd; Charly, un joven tirando a albino de unos 28 años aspirante a guarda parques que hacía el curso para engrosar su currículum, al igual que los dos soldados de reserva – Aguirre de unos 45 años y Oscar de unos 53- no estaban en actividad y lo hacían por el mismo motivo; Sergio de unos 30 años, delgado, con una semi calva que cubría con una gorra verde tipo marinero, el instructor y yo. Al mirarlos, sentí que sería un curso para oficinistas por más ropa camuflada que usaran algunos.

Completo el grupo Gabriel nos entregó una bolsita con 3 galletitas de agua, 3 caramelos y una lata de paté a cada uno – tenía que serlo pues no me gusta-.

Comenzamos la caminata de 3 km hasta donde haríamos campamento. El día estaba claro y sin nubes, el sol comenzaba a calentar de acuerdo con la época. Septiembre gritaba “primavera” y el clima se comportó como un homenaje a ella.

A medida que nos internábamos en el bosque nos comenzó a seguir una nube de mosquitos y no teníamos repelente. A un camping se lleva Off, fósforos, Raid, la canasta del mate y las galletitas, a un curso de supervivencia no. No, no teníamos Off porque no estaba en la lista; no, porque no siempre se tiene off en la cartera; no, porque la idea era ver cómo nos las arreglábamos sin las comodidades que da el prepararse para algo. Lamenté no haber desobedecido y traerlo igual. Nos envolvimos la cabeza con la tela que llevamos, y bromeamos con Charly y su chalina a cuadrillé blanco y negro, parecía un miembro de Alkaeda.

Lo primero que aprendimos, fue qué plantas podíamos comer, bayas, nueces y de cómo identificarlas.

Debimos tener cuidado con las espinas. Ya la mayoría había elegido un palo que sirviera de bastón para correr plantas, confirmar firmeza en terreno, apoyo y como bastón de ciego para espantar serpientes al llegar a la maleza si las hubiera. No vimos ninguna.

Gabriel nos enseñó a marcar el camino -por si alguno se extraviaba- con cortes de machete en la corteza de los árboles o si encontrábamos alguna bolsa de plástico tirada atábamos pedacitos en las ramas, pero indicó que si es de colores como rojo o naranja mejor porque esos colores cortan la armonía de la naturaleza y llaman la atención.

Noté que aun cuando nos internemos unos kilómetros en el bosque nada está exento de la presencia del ser humano. Pude ver -más que nada- algunas bolsas de las que dan en los supermercados enganchadas en las ramas y me pregunté si habrá algún lugar en el mundo que no hayamos arruinado aún.

El niño que ya se había tornado molesto, pasaba y te soltaba las ramas sin fijarse que vos venías detrás. Pensé que en lugar de enseñarle supervivencia podrían enseñarle respeto, no dije nada, aún quedaba el fin de semana por delante.

Entre los troncos que pasábamos me cautivó la belleza de un hongo redondo y dorado con otros más pequeños que crecía en un tronco talado. La imagen era propia de la película de Peter Pan, el sol contribuía a darle destellos mágicos; imaginé las hadas revoloteando en el lugar y que esos hongos eran sus hogares. Sonreí, tomé una foto y seguí camino.

Cumplidos 3 kilómetros, llegamos donde había habido un campamento un mes atrás, el refugio estaba intacto. Parecía una película de Tarzán. Quedé maravillada, pensaba que esas construcciones eran solo montajes para las películas. No podía evitar la admiración que sentía al verlo.  

Estaba montado sobre dos troncos caídos, de unos 10 metros de largo y unos 30 cm de diámetro a una altura de unos 80 cm del piso. No habían sido talados, se veía como habían sido arrancados de raíz de la tierra.

Al ver eso di un paneo a mi alrededor y observé varios árboles en la misma situación. ¿Serán resabios del tornado del 2012? Me pregunté. Los árboles estaban arrancados de la misma manera en que aquel tornado arrancó el pino que había en el patio de donde trabajaba allá en Ramos Mejía.

Para hacerlo, cruzaron troncos más finos haciendo de piso con una manta de hojas secas y corteza que oficiaba de colchón, los árboles en pie, los usaron de columnas para el techo. Culminaba la obra una escalerita tipo pintor de cuatro escalones, realizada con ramas.

Usamos ese, dijo Oscar, pero Gabriel sonrió y respondió que podíamos usar las maderas pero que debíamos hacer refugios propios individuales o colectivos.

La primera pregunta que todos nos hicimos ahí fue la de trabajar en grupo o individualmente pero nadie dijo nada. Seguí contemplando el refugio, solo le faltaba la vajilla de barro para estar completo. El nuestro será más lindo, dije sin pensarlo fresca, como si nada. Oscar, Charly y Andrés asintieron.

Hay que elegir un líder entre ustedes, indicó Gabriel y se fue para que tomáramos la decisión. No era fácil, no nos conocíamos. Como chiste Oscar propuso a Lautaro –el niño- que ya había hecho el curso una vez y venía porque le gustaba.

EL niño se sorprendió, sonreí porque entendí que era lo mejor. De esa manera, no molestaría y cada cual podría organizarse sin recibir órdenes y además como se trataba de un niño no trabajaría al mismo ritmo que nosotros, por lo cual, con el título le dimos permiso para que fuera a jugar. Consentí la moción y todos captaron la idea sin decir palabras. Le anunciamos a Gabriel la decisión, él también se sorprendió y sin peros.

En busca del lugar para nuestro refugio, el grupo se había convertido en una manada de inspectores que escudriñaban rincones, troncos, y emitían opiniones. ¿Y estos tres? Dije frente a un triángulo perfecto formado por árboles similares, separados unos 3 metros entre cada uno. Dentro del triángulo imaginario que formaban solo había hierba blanda fácil de sacar.

Todos se dieron vuelta, miraron la propuesta y uno dijo, es perfecto, acá va el living, señalando a un lado del triángulo el suelo desnudo. Se nota que tenés camping  encima, me dijo Gabriel.

Decidido el lugar, no hizo falta decir nada más. Dos, tomaron los machetes y sacaron las pocas ramas que crecían flacuchas y limpiaron el sector, dos se dedicaron a analizar y calcular qué se necesitaba para la obra, altura de piso y techo, longitudes y materiales necesarios. “Lo bueno es que son tres puntos de unión nada más, grande Rita”, se escuchó por ahí. No entendía si era broma o estaban realmente sorprendidos con la elección.

Al principio, al no tener líder real, cada uno miraba lo que hacía el otro y buscaba en que podía ayudar o que hacía falta, se formaron parejas de trabajo.

Mientras unos movían troncos grandes, yo me dediqué a llevar varas de unos cuatro metros de largo para hacer el resto del piso o el techo, Miguel decidió aprovechar el refugio anterior y sacó de allí material para el nuevo - pero no alcanzaría, había que conseguir más- ni bien toqué la hoja de cortadora me hizo un sarpullido, me dedique a los troncos.

La distancia de un refugio al otro que armábamos era de unos 30 metros, fui y vine al menos 50 veces llevando troncos que en ocasiones tenía que arrastrar por el peso.

Al cabo de dos horas me dio sed y sentía los pies cansados y calientes, sentía como palpitaban, mi pecho aguantaba el golpetear de mi  corazón como si este no cupiera dentro y luchara por salir. Tomé tres tragos cortos de agua, me revivieron. Descansé en un tronco como a 20 metros de donde trabajaba el resto.

La mayoría no se conocía entre sí pero ya trabajaban como compañeros de años. Parecían una cuadrilla de esas empresas que construyen casas en un día, solo que la que erguían ahora era mucho más precaria.

Precaria como esos posteos de Facebook donde gente indignada, desde la comodidad de sus sillones, muestra una foto en medio del monte chaqueño y dicen que no es un hogar digno.  Me pregunté ¿Por qué no es digno? ¿No es digno hacerse su casa, choza o lugar donde vivir, con sus propias manos? En todo caso, no sería correcto cuestionar la dignidad de la obra sino la pobreza que genera el sistema. Una choza hecha con las manos, es más digna que una mansión hecha con dinero robado. Me pregunté, ¿Quién instala los conceptos y términos en el sistema? si la RAE dice el significado de digno, ¿Porque desvirtuamos la palabra dignidad?

Cuando mi mente dejó de divagar sentí hambre, la carne es débil, pero el lugar aún no estaba terminado y el agua que tomé me causó ganas de orinar y sin baños a la vista. Ya lo sabía, y no era muy distinto de cuando acampo en el medio de la nada con mi marido – aunque nosotros llevamos baño químico portátil- el tema consiste en localizar un árbol alejado, y el verdadero desafío es encontrar uno que a mí me guste.  Hay que calcular muchas cosas a la hora de elegir lugar para bajarse los pantalones y quedar indefensos a merced de los mosquitos.

Tomé la Carilina y me alejé por el bosque, paseando. Como a 200 metros encontré un eucaliptus caído, su diámetro era alto como yo, me hizo recordar el bosque petrificado allá en Chubut. Examiné el lugar, no había agujeros, ni telarañas, ni bichos, la altura te resguardaba del viento que puede jugar una mala pasada, así que me metí detrás e hice mis necesidades sin temor ni vergüenza.

Nunca entendí esa vergüenza de la gente de decir que va al baño. Pudores cada vez más alejados de lo que es el ser humano, el instinto y sus necesidades, como si se fueran cubriendo con una careta de plástico y a medida que más arriba están en la escala social, esa careta es más quebradiza.

Recordé mi primera fiesta de fin de año en la oficina, pusieron música y algunos varones quisieron bailar, eran las 3 de la tarde y ninguna chica aceptaba, salvo yo, es que a mí me encanta y accedí y bailé y me reí y me divertí. Al otro día me dijeron, acá no se baila en esas fiestas. ¿Porqué?, pregunté y me dijeron que no, que queda mal. No entendí como bailar queda mal y cuando salen de noche se emborrachan y se cogen a cualquier compañero, pero bueno, sonreí porque no pude imaginarme a esa gente haciendo lo que yo hacía en ese bosque que me abrazaba reconociéndome como parte de él.

Yo bailo, canto, prendo fuego, hago pis y caca en el bosque, duermo en un refugio a la intemperie, me baño en una cascada. Sonreí y me pregunté si debajo de la careta que llevan algunos serán igual que yo o al quebrarse la careta se quiebran ellos también, me sacudí esos pensamientos que parecían querer llevarse el mundo por delante. Recordé ser parte de ese mundo, ahí trabajo y me manejo como uno más, y me pregunté si el camuflaje no sería lo que uso todos los días en la cuidad -esa selva de distintos peligros- y en el campo soy como soy, más callada, menos combativa, más sagaz, menos brillante, más pensativa, menos locuaz, más básica.

Mitigadas las ganas, volví al campamento donde seguían trabajando. Me uní a Andrés que luchaba con un tronco del techo, el resto fue a buscar más hojas de cortadora.

Terminamos el refugio como a las 5 de la tarde, lo contemplamos y nos felicitamos durante un rato sin sentarnos. Había que ir a buscar algo para comer antes de que anocheciera.

Emprendimos camino en hilera india, encontramos unas nueces. Llegamos a un pastizal de cortadoras que se levantaba amenazante frente a nosotros. Gabriel nos mostró unas plantas carnosas con espinas en las hojas con forma de estrella. Tienen un tubérculo que podría comerse -dependiendo de la época tendríamos suerte o no-. Todos teníamos hambre y fue automática la reacción del grupo. Todos culo para arriba cavando con cuchillos, palos y hasta con las manos, para encontrar las papas que cenaríamos.

Encontramos dos –un preciado tesoro- llenamos dos carpas poncho de cortadora y en el regreso Gabriel nos mostró una trampa, la analice y grabé en mi mente. Pero no quería cazar, no me convencía la idea.

Al llegar había que prender fuego. Me ofrecí pero Gabriel dijo que había gente que debía aprender, eso me dio la oportunidad de recostarme en el césped a descansar ya que alguno se había encargado de traer leña. Miré las ramas mecerse en lo alto, el cielo sin nubes sosteniendo al sol cuyos rayos jugaban con las hojas que parecían brillar ante su roce. Busqué las aves que escuchaba, y divisé algunas saltar de rama en rama, curiosas, espiándonos, estudiándonos desde las alturas.

Observé cómo prendieron fuego haciendo fricción con la punta de una barita sobre un pedazo de madera más blanda. Cerca del punto de fricción habían colocado un poco de yesca que prendería con las chispas, al lado -para tomarla de inmediato- habían amontonado algunas ramitas secas que alimentarían la llama cuando diera sus primeros lengüetazos. Costó, pero lo lograron y festejaron la victoria como niños cuando hacen un gol a su papá.

Oscar confeccionó un trípode –alto como yo- con ramas verdes para colgar cosas y calentar o cocinar si encontrábamos en qué. Me armé una especie de estante para la mochila y el sombrero, no quería que la noche los hallara en el piso -los usaría de almohada- y había que mantener la mente ocupada con algo.

Sabía qué necesitaba pero no quería complicarme -tampoco tenía muchas herramientas- entonces caminé mirando ramas y troncos caídos hasta encontrar uno con forma de Y pero combada. Lo levanté, lo miré y me lo llevé. La clavé al piso cerca del refugio, metí la mochila y se cayó, necesitaba un apoyo más y até otra rama recta cruzada en la parte superior de la Y a modo de respaldo – parecía una silla alta de barra- dejando las puntas sobresalientes para colgar cosas. Precaria, pero firme, me conformé a mí misma. Estaba convencida de que no dormiría con bichos caminándome en la cabeza de ser posible.  

A medida que el sol caía la temperatura comenzó a bajar, todavía tenía calor por la actividad del día pero debía abrigarme para no enfermar.

Para la clase de obtención de agua cavamos pozos de unos 30 cm de profundo y 50 de diámetro. Pusimos una bolsa de plástico en el fondo y sobre ella unas hojas carnosas, arriba otra bolsa tapando todo, en su centro una piedra que diera ángulo de caída. De esta manera, al otro día la condensación haría que consiguiéramos algo de agua para tomar.

Para pedir auxilio nos hizo cavar tres agujeros a unos 30 metros de distancia uno con otro formando un triángulo. Lo dejamos listo para prender fuego - yesca y maderitas adentro y un montículo de leña al costado de cada uno-. Era para hacer un triángulo de fuego por la noche. Se supone que de esa manera los aviones de rescate encuentran supervivientes en los bosques si es de noche. Y si es de día se pone rama verde que tira humo y el triángulo se divisa desde grandes distancias.

Cuando la luna ya marcaba como las 9 de la noche no sentamos alrededor del fuego. Nos abrigamos más. Nos cambiamos las medias mojadas.

Teníamos agua fría en unas botellas, anhelé algo caliente. Gabriel tomó una botella de coca-cola llena de agua, la completó hasta el borde sin dejar oxígeno, la cerró bien, enroscó un pedazo de alambre al pico y la colgó sobre el fuego.

Todo el grupo se quedó mirando, esperando que el plástico se derritiera y nos apagara el fuego. Contrario a nuestras predicciones, la botella no se derritió y el fuego siguió vivo. Sentí que mis diez en físico-química –en la escuela- eran una mentira. Cuando la botella se infló Gabriel dijo, ya la pueden sacar “el agua está caliente”. Metió adentro hojas de eucalipto de menta y pino. La dejó reposar un momento.

Teníamos Te para tomar. Nos dimos cuenta que no teníamos vasos, entonces como si estuviéramos conectados en pensamiento todos buscamos la botellita de 600 que nos habían hecho traer y la cortamos a la mitad.

Nos acordamos de la bolsita con la ración de comida. Me comí una galletita y un caramelo, el té me calentó pecho y panza. Eso me relajó tanto que me recosté en un rincón del refugio mientras el resto charlaba animadamente sobre las siguientes actividades de navegación terrestre nocturna. Miré el celular, tenía señal. Ningún mensaje de casa, todo estaba bien, lo volví a guardar.

Atendiendo la conversación que se desarrollaba pensé que si alguna vez me perdía, lo que menos haría, sería andar por ahí de noche sin ver lo que me rodea. El crepitar del fuego y la charla cansada, me arrullaron y me dormí.

“Vamos a la caminata nocturna” me despertó Gabriel. Reía cuando le respondí, vayan nomás, si ven que no llego empiecen sin mí.

Desperté con la espalda helada. Estaba sola en el campamento y no se escuchaban más que algunos grillos y las hojas movidas por el viento, la oscuridad se había acomodado en todos lados con permiso del fuego que se estaba extinguiendo, solo quedaba un montón de brazas naranja y oro cuyo brillo se movía como si estuvieran vivas y danzaran.

Adormilada me levanté, me puse la linterna de minero en la cabeza y fui a buscar leña, alimenté el fuego hasta iluminar todo el sector de acampe, me senté a su lado a contemplarlo y calentarme. Pensé que lo mismo harían hace millones de años los primero hombres, debe estar en los genes esa atracción, cuando la gente se reúne alrededor del fuego todos en algún momento se quedan contemplándolo en silencio como si se comunicara con nosotros, como diciendo algo. 

Miré la luna al cabo de un rato, sería como la medianoche y yo seguía allí, sola. No sentía miedo, sentía paz, una paz arrulladora, una paz cansada, pesada, lánguida y soñolienta, una paz única y certera, esa que te da el sentirte parte del momento y del lugar. Me recosté de costado mirando el fuego y volví a dormir. 

Entre sueños escuché las voces del grupo al regresar, pero no me levanté, no podía despertar, estaba agotada.  “Rita sigue durmiendo” escuché decir a lo lejos y entre sueños, creo que a Andrés. Comenzaron a hablar en susurros. Miguel, comentó que estaba asombrado de que me quedara sola en medio del bosque.

“Tengo frío” dijo uno, “yo estoy muerto” dijo otro, el niño pregunto dónde dormir y el padre le dijo al lado de Rita y que no me pateara. El resto se acomodó como pudo en el espacioso lugar que habíamos construido, yo les había ganado de mano y había quedado cerca del fuego. Los susurros se fueron apagando y el arrorró de la naturaleza nos acunó a los diez.

Aún era de noche cuando me despertó el olor a plástico quemado y las ganas incontenibles de orinar. “Algo se quema” dije entre dormida, Aguirre estaba sentado durmiendo junto al fuego. Del otro lado Andrés de espaldas al calor ignoraba su sombrero que era una llamarada amenazando con quemarlo a él también, salté, tomé un palo largo y lo saqué. Era tarde, ya se había convertido en un pedazo de tela chamuscada humeante e inservible. Andrés ni se movió.

Caminé los 200 metros al tronco que oficiaba de baño privado. La luna dejaba ver el lugar como película en blanco y negro, los ruidos de la noche parecían una melodía que se interrumpía ante el crujir de las hojas secas bajo mis pies. Retorcía las piernas al llegar y mientras me bajaba la calza, el frío me estaba jugando una mala pasada. Volví como paseando, relajada, disfrutando de la tranquilidad del lugar. Todo era más tranquilo en la noche, los ruidos más suaves, el aire más quieto, los árboles casi estáticos, como si la naturaleza hablara bajito para no despertar a nadie, calculé que serían las 4 de la mañana.

La claridad me despertó. Andrés buscaba su sombrero. Conté lo sucedido. Al verme despierta, Aguirre bromeó, Rita va a dar una charla de como dormir doce horas tan apaciblemente. Sonreí y les di los buenos días, el resto comenzó a despertar.

Gabriel apareció con un poco de yerba en una bolsita. Con una lapicera bic y media botellita de plástico improvisamos el mate. Desayuné otra galletita y otro caramelo.

El resto, que se había terminado la ración la noche anterior recibió la lata de paté que les dí agradecidos, pero no era suficiente y lo guardaron, las tripas estaban comenzando a sonar.

Miguel sacó de su mochila un tupper con una bolsa de caramelos y nos dio uno a cada uno ante la mirada comprensiva de Gabriel que dijo, eso es trampa. Salí en su defensa preguntando ¿Quién no tiene un caramelo en la cartera? Si uno se pierde es lo más probable que algo haya en un bolsillo o mochila, ¿no? Gabriel bromeó diciendo que me salió la abogada en defensa y que como era probable estaba bien fundamentado así que todos nos comimos un Sugus.

La realidad era que la madre de Lautaro, como todas las madres no quería que su hijo pasara hambre, pero Miguel no la dejó enviar sanguchitos y aceptó los caramelos para no escucharla.

La actividad nocturna fue relatada mientras desayunábamos, contaron que pusieron algunas trampas, les dije que difícilmente alguna de las liebres que vimos se dejara cazar. Entre abucheos y risas aceptaron la afirmación.

Luego del desayuno aprendimos a hacer filtros de agua –con una botella, arena, y piedras- vimos parte teórica de cartografía, sobre una mesa armada con palos y ramas. Aprendimos cómo usar brújulas y actividad práctica de navegación terrestre y orientación.

Al regresar alguien se acordó del pozo junta agua y fuimos a verlo. Casi nada, no nos servía de mucho, en una emergencia ese poquito nos habría salvado la vida. Contentos con el logro y elaborando varias hipótesis de por qué no juntamos más, nos dirigimos a un campo de maleza corta donde pastaban plácidamente vacas y caballos que nos daban paso a medida que avanzábamos.

Gabriel enseñó cómo orientarnos con el sol, calcular distancias, cómo saber los puntos cardinales con la sombra de un palito clavado en el piso. Ejercicios y más ejercicios bajo un sol que me hizo ponerme el buzo en la cabeza para no insolarme. Escuché por ahí que parecía una terrorista.

La próxima actividad fue cerca del mediodía y era sobre señalamiento y llamadas de auxilio con espejo y paracaídas. Ya estábamos cansados.

Hicimos letras en el piso –la F significa necesidad de comida- La hicimos y Gabriel aceptó que todos estábamos hambrientos. 

No teníamos comida, Oscar ya estaba de mal humor. Encima le señalé un becerro y bromeé, “mirá el asado”. Su cara fue de indecisión, no sabía si reír o putearme. Salió una sonrisa forzada.

En las trampas no había nada. Me sentí aliviada, no soy partidaria de matar por matar, era el último día de curso, comería en casa. No necesitábamos sacrificar ningún animal. Cuando el niño dijo que si había algo él lo mataría, pregunté cómo. “A palos en la cabeza”, respondió. Lo mire atónita. Eso no se hace, dije, cuando tengas que matar un animal para comer, siempre tratá que no sufra.

Gustavo, asintió y preguntó cómo lo haría yo, expliqué que lo más rápido es quebrarle el cuello, y que a los pescados los mato con un corte seco mostrándole donde, en lugar de destriparlos vivos como hacen tantos pescadores. Dijo que él no es partidario de matar si puede ir a Carrefour y comprar. Recordé cuando íbamos al Rio Lujan a pescar con un amigo, porque de esa pesca dependía un plato de comida en su casa esa noche, en las épocas en que no tenía trabajo. A veces no hace falta estar en medio del bosque para que cueste sobrevivir. No dije nada. Tanto el niño y el padre escucharon atentos los comentarios pero tampoco hablaron. ¿Habrán entendido algo?.

Ya en el campamento Oscar dijo que se iba. Con una especie de berrinche comenzó a juntar sus cosas, todos lo miramos, yo aún tenía una galletita y un caramelo, le ofrecí y no quiso. La ignominia machista lo abofeteó y se quedó. Una mujer le estaba dando su comida, yo había sabido racionar y él no.  

Para apaciguar los ánimos apareció Gabriel con dos kilos de harina común. Me brillaron los ojos. Oscar agrio dijo ¿y con eso que hacemos?. Maravillas respondí. Tomé la harina y me puse a buscar en la mochila las bolsas donde guardaba las cosas pequeñas. Al verlas Aguirre entendió lo que quería hacer y le dijo a Oscar que se armara una parrilla.

Harina en bolsa con agua. Y mientras Aguirre mezclaba, Oscar y yo buscamos ramas verdes –finas como lápiz- de 60 cm de largo. Usamos 30 para armar la parrilla que Oscar inteligentemente trenzó clavada en el piso. No se me habría ocurrido le comenté. Me miró, sonrió y me dijo, gracias por lo de recién. Seguimos trabajando en silencio.

Cuando se está en el bosque, con solo las cosas para sobrevivir no se habla mucho, casi nada, uno está en una especie de estado de vigilia, como una máquina en modo ahorro de energía, atento a los ruidos, al cielo, al viento, prevé situaciones, lee las señales que da la naturaleza, abre la boca solo para decir lo necesario. Recordé que solo saqué dos fotos cuando llegamos, en toda la travesía. En otro lugar y circunstancias, ya tendría la memoria del celular o cámara agotadas. Las banalidades se olvidan y surge lo esencial, tomar, comer, orinar, defecar, mantener la mente ocupada, cuidarse unos a otros.

Terminada la parrilla colocamos cuatro palitos en forma de Y alrededor del fuego para que la sostuvieran y la apoyamos, hicimos bollitos y los aplastamos con las manos, quedaron unas 12 tortas chatas que ellos degustaron con paté. Yo comí una tortita sola, no tenía tanto hambre como los demás.

Era una especie de pan sin gusto y duro, pero nos supo a manjar. Bien dicen, para el hambre no hay pan duro.

Al terminar de almorzar más calmados, nos tocaba la clase de primeros auxilios, nudos y arneses. Concluidas esas dos clases, que pasaron entre risas y bromas, donde Lautaro hizo de víctima -lo movimos para acá y para allá, lo cargamos en una camilla destartalada y recibió algunas cosquillas en la pansa- descubrí que los nudos se me dan muy bien, pero no así, trepar a un árbol ni con arnés para ayudar.

Con una soga de 6 metros cada uno, aprendimos distintos tipos de nudos. El arnés, era un nudo a la altura de la pelvis entrelazado en la cadera y las piernas, y cuando lo terminamos parecía que todos teníamos puesto un calzón de cuerdas. Lanzamos a una rama alta y gruesa otra soga, para que entre dos o tres del grupo tiraran de ella y subieran al conejillo de indias al árbol.

Cuando era chica trepaba como gato. Recordé la higuera que había en el fondo de casa. Pasaba tardes enteras trepada dormitando, jugando, leyendo y hasta huyendo de mamá si me había mandado alguna. Hasta que la cortó porque ya ni las historias de que en la siesta el diablo anda en las higueras me hacían dejar de trepar, optó por sacarla para evitar que me rompiera la cabeza. Cierto es que me caí un par de veces, pero nada impedía que me volviera a subir.  Me pregunté cuando empecé a tener miedo a las alturas y a marearme hasta en los ascensores. Llegué a la conclusión que cuando cortaron la higuera me cortaron la osadía.

Cuando pidieron voluntarios negué con la cabeza. Si me rompo soy cara, dije. No brindé mayores explicaciones, mi análisis era sencillo, 4 años atrás me habría prestado a subir. El aquí y ahora era distinto, sin entrenamiento y con 15 kilos de más, no me encontraba en forma para hacerlo. Todos sonrieron y el elegido fue Andrés, luego Charly y luego Aguirre, ninguno llegó a la copa del árbol que era muy resbaloso.

Cuando el sol marcó las cinco de la tarde en ese cielo azul perenne, volvimos al refugio, levantamos nuestras cosas, basura incluida y comenzamos a caminar los 3 km de vuelta.

El regreso fue silencioso, estábamos sucios, hambrientos, los labios resecos, caminábamos cansados y con muchas ganas de volver a casa.

Yo no podía pensar y cuidar donde pisaba a la vez, me concentré en el camino verde y soleado, ni los mosquitos importaban. Estaba cansada y pensar es algo que haría al otro día, descansada y agradeciendo una cama tibia, un techo y un plato de comida por humilde que fuere.