martes, 20 de octubre de 2015

Tres escalones al cielo



Soñábamos.  Yo quiero ser doctora, decía Ale la vecinita de al lado, yo voy a ser abogada decía mi hermana, Oscar decía que iba a ser contador y el más osado Omar iba a ser presidente. “¿y vos?” preguntaba Gladys la mamá de Ale “yo voy a ser camionera” contestaba levantando la mirada orgullosa aun cuando la insatisfacción de Gladys la dejaba sin palabras y sonreía lastimosamente. Ahora entiendo que era más fácil que Omar sea presidente a que yo fuera camionera. La convicción con la que lo decía era digna de lástima porque quien me escuchaba sabía que era un sueño que no podría cumplir, y es difícil tratar con una niña a la que no se le cumplirán sus sueños. Esas son cosas de hombres escuché más de una vez. ¿Y porque querés ser eso? Y ese eso quedaba en el aire repitiéndose porque no decían camionera decían eso para no volver a repetir la profesión como si fuera mala palabra. Solo respondía levantando los hombros y con una mueca de no sé al tiempo que pensaba que me importaba un carajo lo que pensaran. La verdad era que no quería hablar con gente que me censuraba de antemano y no quería contar que la decisión no era casual ni caprichosa y que había pensado en ello en esos viajes que hacía a La Rioja cada invierno a pasar las vacaciones con mi abuela materna. Eran en esa época 18 horas de mirar el borde del camino, de estar sola conmigo y de pensar en infinidad de cosas, entre ellas planificar mi futuro y buscar la manera de hacer lo que me gustaba y ¿Qué me gustaba? Esas rutas, los paisajes los  cielos esa sensación de ser y no ser, de pertenecer y no, de ser de todos y de ningún lado, esa sensación de existir solo en ese momento. Al principio había pensado que una manera de hacerlo era siendo azafata pero me pincharon el globo cuando me dijeron que las azafatas debían ser altas y que yo sería petisa como mi mamá.
Tuve la osadía de alimentar un sueño. La decisión final la tome una tarde de verano al escuchar el rugir de un motor en la puerta de la casa cuando vivía en Santos Lugares. Era un barrio tan tranquilo donde un estrepitoso motor no podía pasar desapercibido. Salimos corriendo con mi hermana y ahí estaba, rojo y plateado reluciente imponente y vivo, un Scania de doble cabina y desde la ventanilla nos saludaba con la mano y una sonrisa en la boca y en los ojos mi tío de Mendoza que había llevado lajas a la capital y pasó a saludarnos. Yo no conocía a ese tío, era uno más de tantos, pero lo primero que le dije con los ojos bien abiertos fué “¿puedo subir?”. No molesten al tío gritó mi mamá desde la casa abriendo la puerta para recibir la visita, “dejen que baje”. Los gritos de mi mamá eran un ruido de fondo casi inaudible, las palabras de mi tío no me importaban, hasta que dijo las que yo esperaba, “dale, subí vamos a dar una vuelta”. Con el tiempo comprendí que era dificultoso subir a un camión de ese porte, pero en ese momento creo haber saltado trepado o volado, cuando me di cuenta estaba sentada en su falda mirando al frente y el mundo era mío.  No quería cerrar los ojos para no perderme nada de esos momentos en que estaría al frente de un camión. La vuelta fue la vuelta del perro unas cuadras y volvimos, pero para mí fue un mundo nuevo. Desde ahí, podía ver los autos pequeños, las calvas de la gente que andaba en las veredas, rozar las copas de los árboles y al cruzar una calle me agachaba porque tenía la sensación de que le iba a pegar  con la cabeza a los cables de la luz. Iba despacio y yo sentía que volaba. Fue así y por culpa de mi tío que en mi corazón se enraizó la decisión de ser camionera porque comprendí que si desde la ventanilla de un micro me gustaba la ruta, desde la cabina de un camión la amaría.
Confirme la teoría. Una tarde de invierno en el sur, cuando perdí el micro que me llevaba a Punta Arenas no me quedó más remedio que pedir aventón. Trepé los tres escalones a un Inter blanco manejado por un desconocido y recorrí las rutas nevadas a destiempo porque los camioneros tienen tiempos distintos al resto de los humanos. Paramos en un parador escondido tras los pinos regados en la ruta, tomamos una taza enorme de café con un sándwich de pan casero jamón queso y mantequilla también hecha en casa, fumamos apoyados en los escalones que me hacían sentir que iban al cielo, miramos la tarde blanca fresca y silenciosa, no había apuro, la ruta helada parecía invitarnos sonreí para mí. La amé. Me volví niña otra vez y sentí de alguna manera que cumplía mi sueño, ese del que todos se burlaron cuando era pequeña, y por unas horas fui lo que no fui.

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