Soñábamos. Yo quiero ser doctora, decía Ale la vecinita
de al lado, yo voy a ser abogada decía mi hermana, Oscar decía que iba a ser
contador y el más osado Omar iba a ser presidente. “¿y vos?” preguntaba Gladys
la mamá de Ale “yo voy a ser camionera” contestaba levantando la mirada
orgullosa aun cuando la insatisfacción de Gladys la dejaba sin palabras y
sonreía lastimosamente. Ahora entiendo que era más fácil que Omar sea presidente
a que yo fuera camionera. La convicción con la que lo decía era digna de
lástima porque quien me escuchaba sabía que era un sueño que no podría cumplir,
y es difícil tratar con una niña a la que no se le cumplirán sus sueños. Esas
son cosas de hombres escuché más de una vez. ¿Y porque querés ser eso? Y ese
eso quedaba en el aire repitiéndose porque no decían camionera decían eso para
no volver a repetir la profesión como si fuera mala palabra. Solo respondía levantando
los hombros y con una mueca de no sé al tiempo que pensaba que me importaba un
carajo lo que pensaran. La verdad era que no quería hablar con gente que me
censuraba de antemano y no quería contar que la decisión no era casual ni
caprichosa y que había pensado en ello en esos viajes que hacía a La Rioja cada invierno a pasar
las vacaciones con mi abuela materna. Eran en esa época 18 horas de mirar el borde
del camino, de estar sola conmigo y de pensar en infinidad de cosas, entre
ellas planificar mi futuro y buscar la manera de hacer lo que me gustaba y ¿Qué
me gustaba? Esas rutas, los paisajes los
cielos esa sensación de ser y no ser, de pertenecer y no, de ser de todos
y de ningún lado, esa sensación de existir solo en ese momento. Al principio había
pensado que una manera de hacerlo era siendo azafata pero me pincharon el globo
cuando me dijeron que las azafatas debían ser altas y que yo sería petisa como
mi mamá.
Tuve la
osadía de alimentar un sueño. La decisión final la tome una tarde de verano al
escuchar el rugir de un motor en la puerta de la casa cuando vivía en Santos
Lugares. Era un barrio tan tranquilo donde un estrepitoso motor no podía pasar
desapercibido. Salimos corriendo con mi hermana y ahí estaba, rojo y plateado
reluciente imponente y vivo, un Scania de doble cabina y desde la ventanilla
nos saludaba con la mano y una sonrisa en la boca y en los ojos mi tío de
Mendoza que había llevado lajas a la capital y pasó a saludarnos. Yo no conocía
a ese tío, era uno más de tantos, pero lo primero que le dije con los ojos bien
abiertos fué “¿puedo subir?”. No molesten al tío gritó mi mamá desde la casa
abriendo la puerta para recibir la visita, “dejen que baje”. Los gritos de mi
mamá eran un ruido de fondo casi inaudible, las palabras de mi tío no me
importaban, hasta que dijo las que yo esperaba, “dale, subí vamos a dar una
vuelta”. Con el tiempo comprendí que era dificultoso subir a un camión de ese
porte, pero en ese momento creo haber saltado trepado o volado, cuando me di
cuenta estaba sentada en su falda mirando al frente y el mundo era mío. No quería cerrar los ojos para no perderme
nada de esos momentos en que estaría al frente de un camión. La vuelta fue la
vuelta del perro unas cuadras y volvimos, pero para mí fue un mundo nuevo.
Desde ahí, podía ver los autos pequeños, las calvas de la gente que andaba en
las veredas, rozar las copas de los árboles y al cruzar una calle me agachaba
porque tenía la sensación de que le iba a pegar
con la cabeza a los cables de la luz. Iba despacio y yo sentía que
volaba. Fue así y por culpa de mi tío que en mi corazón se enraizó la decisión
de ser camionera porque comprendí que si desde la ventanilla de un micro me
gustaba la ruta, desde la cabina de un camión la amaría.
Confirme la
teoría. Una tarde de invierno en el sur, cuando perdí el micro que me llevaba a
Punta Arenas no me quedó más remedio que pedir aventón. Trepé los tres
escalones a un Inter blanco manejado por un desconocido y recorrí las rutas
nevadas a destiempo porque los camioneros tienen tiempos distintos al resto de
los humanos. Paramos en un parador escondido tras los pinos regados en la ruta,
tomamos una taza enorme de café con un sándwich de pan casero jamón queso y
mantequilla también hecha en casa, fumamos apoyados en los escalones que me
hacían sentir que iban al cielo, miramos la tarde blanca fresca y silenciosa, no
había apuro, la ruta helada parecía invitarnos sonreí para mí. La amé. Me volví
niña otra vez y sentí de alguna manera que cumplía mi sueño, ese del que todos
se burlaron cuando era pequeña, y por unas horas fui lo que no fui.
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