viernes, 11 de septiembre de 2015

Crónica superviviente - Experiencia vivida en curso de supervivencia



Metí al auto la mochila donde aprisionadas me acompañarían: campera de abrigo, camiseta térmica manga larga, dos pares de medias, cinturón de cuero, una tela tipo tul de 1.5x1.5 metros, lapicera Bic, navaja Vitorinox, silbato tipo réferi, antiparras y guantes de jardinero, guantes de abrigo, un paquete de Carilina, pack de cepillo de dientes, pasta dental, dos botellas plásticas vacías – desinfladas ocupan menos lugar- y el celular por las dudas.

Era un curso de supervivencia y estaba convencida de que cualquiera podía vivir dos días con lo puesto. En este caso zapatillas para treeking, ropa cómoda y sombrero al estilo cocodrilo Dundy.

Salí a las 6 a.m. de Los Cardales rumbo a Ezeiza. El lugar donde se desarrollaría el curso estaba ubicado en un predio de varias hectáreas cercano al Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini.

Volví de grande a acariciar el gusto de pasar tiempo en la naturaleza. Mi marido fue dirigente Scout y me sumergí en ese mundo cuando lo conocí. Nunca voy a olvidar la primera vez que me llevó a acampar y me llevé la planchita. Eso quedó como anécdota familiar recordada cada vez que sale el tema Campamentos.

Esto era distinto, era un curso al que iba a aprender técnicas de supervivencia y si bien muchas cosas las sabía, siempre que estuve en la naturaleza fue con mi marido. La razón que me impulsó a hacerlo, es que acostumbro viajar sola y un día me pregunté ¿si me pasa algo y mi marido no está conmigo? Mi cerebro buscó la respuesta y recordé que Claudio, compañero de facultad, tenía un hermano que dictaba cursos, lo contacté y me anoté sin dudarlo.

Al llegar al punto de encuentro –puerta de entrada a la AFA- amanecía. Había poco movimiento en las rutas. Fui la primera, recliné el asiento y dormí hasta que escuche un motor apagarse.

Llegó Gabriel, el instructor, vestido de combate, con dos bolsos verdes enormes de los que sobresalían mangos de machetes y hachas. Yo que lucía mi planchita recién hecha y mis uñas con brillitos sentí vergüenza, que no encajaba. Saludé. Quise esconder las manos. Con una excusa me metí al auto me saque anillos, pulseras, cadena y todo lo que pudiera perder antes que me dijera algo. Charlamos.

Gabriel, veterano de Malvinas sirvió en la fuerza aérea durante la guerra. Alto, con una calvicie que oculta tras un mechón de pelo que acomoda constantemente, con canas que van cubriendo el dorado que alguna vez fue su cabello, de contextura ancha como un ropero antiguo, de rostro bonachón y regordete como perrito Chow Chow, de mirada honesta y sonrisa clara.

Me contó que se dedicó a hacer los cursos porque no encontró trabajo al volver de la guerra. Encontró la veta para explotar este ámbito de conocimientos que en la misma guerra, ni siquiera los soldados estaban preparados para soportar situaciones de emergencia donde se requiere del ingenio para sobrevivir. Actualmente es la única empresa en el país que hace este tipo de entrenamientos y recibe alumnos de todo el mundo. Mientras hablaba de los programas televisivos en que salió sus ojos brillaban orgullosos. Me pareció un buen tipo.  

Llegó otro auto con un hombre y su hijo – Lautaro de 12 años aproximadamente y Miguel de 45- ambos obesos y de anteojos del estilo culo de botella. No podían negar que eran padre e hijo. Eran la típica, vestidos iguales, padre que se separa y lleva al hijo a hacer las actividades que a la madre no le gustan, y el niño en su salsa, como si fuera el centro del universo. Más adelante confirmaría mi teoría de la primera impresión.

El grupo que se compuso al fin por: padre e hijo; Andrés, un estudiante  universitario de biología de unos 20 años con pantalón de combate y remera blanca Kevingston pulcramente planchada, rubiecito y con ojos de topo que escondía tras anteojos cuadrados. Luego descubriría que era - lo que en el ámbito académico se conoce – un nerd; Charly, un joven tirando a albino de unos 28 años aspirante a guarda parques que hacía el curso para engrosar su currículum, al igual que los dos soldados de reserva – Aguirre de unos 45 años y Oscar de unos 53- no estaban en actividad y lo hacían por el mismo motivo; Sergio de unos 30 años, delgado, con una semi calva que cubría con una gorra verde tipo marinero, el instructor y yo. Al mirarlos, sentí que sería un curso para oficinistas por más ropa camuflada que usaran algunos.

Completo el grupo Gabriel nos entregó una bolsita con 3 galletitas de agua, 3 caramelos y una lata de paté a cada uno – tenía que serlo pues no me gusta-.

Comenzamos la caminata de 3 km hasta donde haríamos campamento. El día estaba claro y sin nubes, el sol comenzaba a calentar de acuerdo con la época. Septiembre gritaba “primavera” y el clima se comportó como un homenaje a ella.

A medida que nos internábamos en el bosque nos comenzó a seguir una nube de mosquitos y no teníamos repelente. A un camping se lleva Off, fósforos, Raid, la canasta del mate y las galletitas, a un curso de supervivencia no. No, no teníamos Off porque no estaba en la lista; no, porque no siempre se tiene off en la cartera; no, porque la idea era ver cómo nos las arreglábamos sin las comodidades que da el prepararse para algo. Lamenté no haber desobedecido y traerlo igual. Nos envolvimos la cabeza con la tela que llevamos, y bromeamos con Charly y su chalina a cuadrillé blanco y negro, parecía un miembro de Alkaeda.

Lo primero que aprendimos, fue qué plantas podíamos comer, bayas, nueces y de cómo identificarlas.

Debimos tener cuidado con las espinas. Ya la mayoría había elegido un palo que sirviera de bastón para correr plantas, confirmar firmeza en terreno, apoyo y como bastón de ciego para espantar serpientes al llegar a la maleza si las hubiera. No vimos ninguna.

Gabriel nos enseñó a marcar el camino -por si alguno se extraviaba- con cortes de machete en la corteza de los árboles o si encontrábamos alguna bolsa de plástico tirada atábamos pedacitos en las ramas, pero indicó que si es de colores como rojo o naranja mejor porque esos colores cortan la armonía de la naturaleza y llaman la atención.

Noté que aun cuando nos internemos unos kilómetros en el bosque nada está exento de la presencia del ser humano. Pude ver -más que nada- algunas bolsas de las que dan en los supermercados enganchadas en las ramas y me pregunté si habrá algún lugar en el mundo que no hayamos arruinado aún.

El niño que ya se había tornado molesto, pasaba y te soltaba las ramas sin fijarse que vos venías detrás. Pensé que en lugar de enseñarle supervivencia podrían enseñarle respeto, no dije nada, aún quedaba el fin de semana por delante.

Entre los troncos que pasábamos me cautivó la belleza de un hongo redondo y dorado con otros más pequeños que crecía en un tronco talado. La imagen era propia de la película de Peter Pan, el sol contribuía a darle destellos mágicos; imaginé las hadas revoloteando en el lugar y que esos hongos eran sus hogares. Sonreí, tomé una foto y seguí camino.

Cumplidos 3 kilómetros, llegamos donde había habido un campamento un mes atrás, el refugio estaba intacto. Parecía una película de Tarzán. Quedé maravillada, pensaba que esas construcciones eran solo montajes para las películas. No podía evitar la admiración que sentía al verlo.  

Estaba montado sobre dos troncos caídos, de unos 10 metros de largo y unos 30 cm de diámetro a una altura de unos 80 cm del piso. No habían sido talados, se veía como habían sido arrancados de raíz de la tierra.

Al ver eso di un paneo a mi alrededor y observé varios árboles en la misma situación. ¿Serán resabios del tornado del 2012? Me pregunté. Los árboles estaban arrancados de la misma manera en que aquel tornado arrancó el pino que había en el patio de donde trabajaba allá en Ramos Mejía.

Para hacerlo, cruzaron troncos más finos haciendo de piso con una manta de hojas secas y corteza que oficiaba de colchón, los árboles en pie, los usaron de columnas para el techo. Culminaba la obra una escalerita tipo pintor de cuatro escalones, realizada con ramas.

Usamos ese, dijo Oscar, pero Gabriel sonrió y respondió que podíamos usar las maderas pero que debíamos hacer refugios propios individuales o colectivos.

La primera pregunta que todos nos hicimos ahí fue la de trabajar en grupo o individualmente pero nadie dijo nada. Seguí contemplando el refugio, solo le faltaba la vajilla de barro para estar completo. El nuestro será más lindo, dije sin pensarlo fresca, como si nada. Oscar, Charly y Andrés asintieron.

Hay que elegir un líder entre ustedes, indicó Gabriel y se fue para que tomáramos la decisión. No era fácil, no nos conocíamos. Como chiste Oscar propuso a Lautaro –el niño- que ya había hecho el curso una vez y venía porque le gustaba.

EL niño se sorprendió, sonreí porque entendí que era lo mejor. De esa manera, no molestaría y cada cual podría organizarse sin recibir órdenes y además como se trataba de un niño no trabajaría al mismo ritmo que nosotros, por lo cual, con el título le dimos permiso para que fuera a jugar. Consentí la moción y todos captaron la idea sin decir palabras. Le anunciamos a Gabriel la decisión, él también se sorprendió y sin peros.

En busca del lugar para nuestro refugio, el grupo se había convertido en una manada de inspectores que escudriñaban rincones, troncos, y emitían opiniones. ¿Y estos tres? Dije frente a un triángulo perfecto formado por árboles similares, separados unos 3 metros entre cada uno. Dentro del triángulo imaginario que formaban solo había hierba blanda fácil de sacar.

Todos se dieron vuelta, miraron la propuesta y uno dijo, es perfecto, acá va el living, señalando a un lado del triángulo el suelo desnudo. Se nota que tenés camping  encima, me dijo Gabriel.

Decidido el lugar, no hizo falta decir nada más. Dos, tomaron los machetes y sacaron las pocas ramas que crecían flacuchas y limpiaron el sector, dos se dedicaron a analizar y calcular qué se necesitaba para la obra, altura de piso y techo, longitudes y materiales necesarios. “Lo bueno es que son tres puntos de unión nada más, grande Rita”, se escuchó por ahí. No entendía si era broma o estaban realmente sorprendidos con la elección.

Al principio, al no tener líder real, cada uno miraba lo que hacía el otro y buscaba en que podía ayudar o que hacía falta, se formaron parejas de trabajo.

Mientras unos movían troncos grandes, yo me dediqué a llevar varas de unos cuatro metros de largo para hacer el resto del piso o el techo, Miguel decidió aprovechar el refugio anterior y sacó de allí material para el nuevo - pero no alcanzaría, había que conseguir más- ni bien toqué la hoja de cortadora me hizo un sarpullido, me dedique a los troncos.

La distancia de un refugio al otro que armábamos era de unos 30 metros, fui y vine al menos 50 veces llevando troncos que en ocasiones tenía que arrastrar por el peso.

Al cabo de dos horas me dio sed y sentía los pies cansados y calientes, sentía como palpitaban, mi pecho aguantaba el golpetear de mi  corazón como si este no cupiera dentro y luchara por salir. Tomé tres tragos cortos de agua, me revivieron. Descansé en un tronco como a 20 metros de donde trabajaba el resto.

La mayoría no se conocía entre sí pero ya trabajaban como compañeros de años. Parecían una cuadrilla de esas empresas que construyen casas en un día, solo que la que erguían ahora era mucho más precaria.

Precaria como esos posteos de Facebook donde gente indignada, desde la comodidad de sus sillones, muestra una foto en medio del monte chaqueño y dicen que no es un hogar digno.  Me pregunté ¿Por qué no es digno? ¿No es digno hacerse su casa, choza o lugar donde vivir, con sus propias manos? En todo caso, no sería correcto cuestionar la dignidad de la obra sino la pobreza que genera el sistema. Una choza hecha con las manos, es más digna que una mansión hecha con dinero robado. Me pregunté, ¿Quién instala los conceptos y términos en el sistema? si la RAE dice el significado de digno, ¿Porque desvirtuamos la palabra dignidad?

Cuando mi mente dejó de divagar sentí hambre, la carne es débil, pero el lugar aún no estaba terminado y el agua que tomé me causó ganas de orinar y sin baños a la vista. Ya lo sabía, y no era muy distinto de cuando acampo en el medio de la nada con mi marido – aunque nosotros llevamos baño químico portátil- el tema consiste en localizar un árbol alejado, y el verdadero desafío es encontrar uno que a mí me guste.  Hay que calcular muchas cosas a la hora de elegir lugar para bajarse los pantalones y quedar indefensos a merced de los mosquitos.

Tomé la Carilina y me alejé por el bosque, paseando. Como a 200 metros encontré un eucaliptus caído, su diámetro era alto como yo, me hizo recordar el bosque petrificado allá en Chubut. Examiné el lugar, no había agujeros, ni telarañas, ni bichos, la altura te resguardaba del viento que puede jugar una mala pasada, así que me metí detrás e hice mis necesidades sin temor ni vergüenza.

Nunca entendí esa vergüenza de la gente de decir que va al baño. Pudores cada vez más alejados de lo que es el ser humano, el instinto y sus necesidades, como si se fueran cubriendo con una careta de plástico y a medida que más arriba están en la escala social, esa careta es más quebradiza.

Recordé mi primera fiesta de fin de año en la oficina, pusieron música y algunos varones quisieron bailar, eran las 3 de la tarde y ninguna chica aceptaba, salvo yo, es que a mí me encanta y accedí y bailé y me reí y me divertí. Al otro día me dijeron, acá no se baila en esas fiestas. ¿Porqué?, pregunté y me dijeron que no, que queda mal. No entendí como bailar queda mal y cuando salen de noche se emborrachan y se cogen a cualquier compañero, pero bueno, sonreí porque no pude imaginarme a esa gente haciendo lo que yo hacía en ese bosque que me abrazaba reconociéndome como parte de él.

Yo bailo, canto, prendo fuego, hago pis y caca en el bosque, duermo en un refugio a la intemperie, me baño en una cascada. Sonreí y me pregunté si debajo de la careta que llevan algunos serán igual que yo o al quebrarse la careta se quiebran ellos también, me sacudí esos pensamientos que parecían querer llevarse el mundo por delante. Recordé ser parte de ese mundo, ahí trabajo y me manejo como uno más, y me pregunté si el camuflaje no sería lo que uso todos los días en la cuidad -esa selva de distintos peligros- y en el campo soy como soy, más callada, menos combativa, más sagaz, menos brillante, más pensativa, menos locuaz, más básica.

Mitigadas las ganas, volví al campamento donde seguían trabajando. Me uní a Andrés que luchaba con un tronco del techo, el resto fue a buscar más hojas de cortadora.

Terminamos el refugio como a las 5 de la tarde, lo contemplamos y nos felicitamos durante un rato sin sentarnos. Había que ir a buscar algo para comer antes de que anocheciera.

Emprendimos camino en hilera india, encontramos unas nueces. Llegamos a un pastizal de cortadoras que se levantaba amenazante frente a nosotros. Gabriel nos mostró unas plantas carnosas con espinas en las hojas con forma de estrella. Tienen un tubérculo que podría comerse -dependiendo de la época tendríamos suerte o no-. Todos teníamos hambre y fue automática la reacción del grupo. Todos culo para arriba cavando con cuchillos, palos y hasta con las manos, para encontrar las papas que cenaríamos.

Encontramos dos –un preciado tesoro- llenamos dos carpas poncho de cortadora y en el regreso Gabriel nos mostró una trampa, la analice y grabé en mi mente. Pero no quería cazar, no me convencía la idea.

Al llegar había que prender fuego. Me ofrecí pero Gabriel dijo que había gente que debía aprender, eso me dio la oportunidad de recostarme en el césped a descansar ya que alguno se había encargado de traer leña. Miré las ramas mecerse en lo alto, el cielo sin nubes sosteniendo al sol cuyos rayos jugaban con las hojas que parecían brillar ante su roce. Busqué las aves que escuchaba, y divisé algunas saltar de rama en rama, curiosas, espiándonos, estudiándonos desde las alturas.

Observé cómo prendieron fuego haciendo fricción con la punta de una barita sobre un pedazo de madera más blanda. Cerca del punto de fricción habían colocado un poco de yesca que prendería con las chispas, al lado -para tomarla de inmediato- habían amontonado algunas ramitas secas que alimentarían la llama cuando diera sus primeros lengüetazos. Costó, pero lo lograron y festejaron la victoria como niños cuando hacen un gol a su papá.

Oscar confeccionó un trípode –alto como yo- con ramas verdes para colgar cosas y calentar o cocinar si encontrábamos en qué. Me armé una especie de estante para la mochila y el sombrero, no quería que la noche los hallara en el piso -los usaría de almohada- y había que mantener la mente ocupada con algo.

Sabía qué necesitaba pero no quería complicarme -tampoco tenía muchas herramientas- entonces caminé mirando ramas y troncos caídos hasta encontrar uno con forma de Y pero combada. Lo levanté, lo miré y me lo llevé. La clavé al piso cerca del refugio, metí la mochila y se cayó, necesitaba un apoyo más y até otra rama recta cruzada en la parte superior de la Y a modo de respaldo – parecía una silla alta de barra- dejando las puntas sobresalientes para colgar cosas. Precaria, pero firme, me conformé a mí misma. Estaba convencida de que no dormiría con bichos caminándome en la cabeza de ser posible.  

A medida que el sol caía la temperatura comenzó a bajar, todavía tenía calor por la actividad del día pero debía abrigarme para no enfermar.

Para la clase de obtención de agua cavamos pozos de unos 30 cm de profundo y 50 de diámetro. Pusimos una bolsa de plástico en el fondo y sobre ella unas hojas carnosas, arriba otra bolsa tapando todo, en su centro una piedra que diera ángulo de caída. De esta manera, al otro día la condensación haría que consiguiéramos algo de agua para tomar.

Para pedir auxilio nos hizo cavar tres agujeros a unos 30 metros de distancia uno con otro formando un triángulo. Lo dejamos listo para prender fuego - yesca y maderitas adentro y un montículo de leña al costado de cada uno-. Era para hacer un triángulo de fuego por la noche. Se supone que de esa manera los aviones de rescate encuentran supervivientes en los bosques si es de noche. Y si es de día se pone rama verde que tira humo y el triángulo se divisa desde grandes distancias.

Cuando la luna ya marcaba como las 9 de la noche no sentamos alrededor del fuego. Nos abrigamos más. Nos cambiamos las medias mojadas.

Teníamos agua fría en unas botellas, anhelé algo caliente. Gabriel tomó una botella de coca-cola llena de agua, la completó hasta el borde sin dejar oxígeno, la cerró bien, enroscó un pedazo de alambre al pico y la colgó sobre el fuego.

Todo el grupo se quedó mirando, esperando que el plástico se derritiera y nos apagara el fuego. Contrario a nuestras predicciones, la botella no se derritió y el fuego siguió vivo. Sentí que mis diez en físico-química –en la escuela- eran una mentira. Cuando la botella se infló Gabriel dijo, ya la pueden sacar “el agua está caliente”. Metió adentro hojas de eucalipto de menta y pino. La dejó reposar un momento.

Teníamos Te para tomar. Nos dimos cuenta que no teníamos vasos, entonces como si estuviéramos conectados en pensamiento todos buscamos la botellita de 600 que nos habían hecho traer y la cortamos a la mitad.

Nos acordamos de la bolsita con la ración de comida. Me comí una galletita y un caramelo, el té me calentó pecho y panza. Eso me relajó tanto que me recosté en un rincón del refugio mientras el resto charlaba animadamente sobre las siguientes actividades de navegación terrestre nocturna. Miré el celular, tenía señal. Ningún mensaje de casa, todo estaba bien, lo volví a guardar.

Atendiendo la conversación que se desarrollaba pensé que si alguna vez me perdía, lo que menos haría, sería andar por ahí de noche sin ver lo que me rodea. El crepitar del fuego y la charla cansada, me arrullaron y me dormí.

“Vamos a la caminata nocturna” me despertó Gabriel. Reía cuando le respondí, vayan nomás, si ven que no llego empiecen sin mí.

Desperté con la espalda helada. Estaba sola en el campamento y no se escuchaban más que algunos grillos y las hojas movidas por el viento, la oscuridad se había acomodado en todos lados con permiso del fuego que se estaba extinguiendo, solo quedaba un montón de brazas naranja y oro cuyo brillo se movía como si estuvieran vivas y danzaran.

Adormilada me levanté, me puse la linterna de minero en la cabeza y fui a buscar leña, alimenté el fuego hasta iluminar todo el sector de acampe, me senté a su lado a contemplarlo y calentarme. Pensé que lo mismo harían hace millones de años los primero hombres, debe estar en los genes esa atracción, cuando la gente se reúne alrededor del fuego todos en algún momento se quedan contemplándolo en silencio como si se comunicara con nosotros, como diciendo algo. 

Miré la luna al cabo de un rato, sería como la medianoche y yo seguía allí, sola. No sentía miedo, sentía paz, una paz arrulladora, una paz cansada, pesada, lánguida y soñolienta, una paz única y certera, esa que te da el sentirte parte del momento y del lugar. Me recosté de costado mirando el fuego y volví a dormir. 

Entre sueños escuché las voces del grupo al regresar, pero no me levanté, no podía despertar, estaba agotada.  “Rita sigue durmiendo” escuché decir a lo lejos y entre sueños, creo que a Andrés. Comenzaron a hablar en susurros. Miguel, comentó que estaba asombrado de que me quedara sola en medio del bosque.

“Tengo frío” dijo uno, “yo estoy muerto” dijo otro, el niño pregunto dónde dormir y el padre le dijo al lado de Rita y que no me pateara. El resto se acomodó como pudo en el espacioso lugar que habíamos construido, yo les había ganado de mano y había quedado cerca del fuego. Los susurros se fueron apagando y el arrorró de la naturaleza nos acunó a los diez.

Aún era de noche cuando me despertó el olor a plástico quemado y las ganas incontenibles de orinar. “Algo se quema” dije entre dormida, Aguirre estaba sentado durmiendo junto al fuego. Del otro lado Andrés de espaldas al calor ignoraba su sombrero que era una llamarada amenazando con quemarlo a él también, salté, tomé un palo largo y lo saqué. Era tarde, ya se había convertido en un pedazo de tela chamuscada humeante e inservible. Andrés ni se movió.

Caminé los 200 metros al tronco que oficiaba de baño privado. La luna dejaba ver el lugar como película en blanco y negro, los ruidos de la noche parecían una melodía que se interrumpía ante el crujir de las hojas secas bajo mis pies. Retorcía las piernas al llegar y mientras me bajaba la calza, el frío me estaba jugando una mala pasada. Volví como paseando, relajada, disfrutando de la tranquilidad del lugar. Todo era más tranquilo en la noche, los ruidos más suaves, el aire más quieto, los árboles casi estáticos, como si la naturaleza hablara bajito para no despertar a nadie, calculé que serían las 4 de la mañana.

La claridad me despertó. Andrés buscaba su sombrero. Conté lo sucedido. Al verme despierta, Aguirre bromeó, Rita va a dar una charla de como dormir doce horas tan apaciblemente. Sonreí y les di los buenos días, el resto comenzó a despertar.

Gabriel apareció con un poco de yerba en una bolsita. Con una lapicera bic y media botellita de plástico improvisamos el mate. Desayuné otra galletita y otro caramelo.

El resto, que se había terminado la ración la noche anterior recibió la lata de paté que les dí agradecidos, pero no era suficiente y lo guardaron, las tripas estaban comenzando a sonar.

Miguel sacó de su mochila un tupper con una bolsa de caramelos y nos dio uno a cada uno ante la mirada comprensiva de Gabriel que dijo, eso es trampa. Salí en su defensa preguntando ¿Quién no tiene un caramelo en la cartera? Si uno se pierde es lo más probable que algo haya en un bolsillo o mochila, ¿no? Gabriel bromeó diciendo que me salió la abogada en defensa y que como era probable estaba bien fundamentado así que todos nos comimos un Sugus.

La realidad era que la madre de Lautaro, como todas las madres no quería que su hijo pasara hambre, pero Miguel no la dejó enviar sanguchitos y aceptó los caramelos para no escucharla.

La actividad nocturna fue relatada mientras desayunábamos, contaron que pusieron algunas trampas, les dije que difícilmente alguna de las liebres que vimos se dejara cazar. Entre abucheos y risas aceptaron la afirmación.

Luego del desayuno aprendimos a hacer filtros de agua –con una botella, arena, y piedras- vimos parte teórica de cartografía, sobre una mesa armada con palos y ramas. Aprendimos cómo usar brújulas y actividad práctica de navegación terrestre y orientación.

Al regresar alguien se acordó del pozo junta agua y fuimos a verlo. Casi nada, no nos servía de mucho, en una emergencia ese poquito nos habría salvado la vida. Contentos con el logro y elaborando varias hipótesis de por qué no juntamos más, nos dirigimos a un campo de maleza corta donde pastaban plácidamente vacas y caballos que nos daban paso a medida que avanzábamos.

Gabriel enseñó cómo orientarnos con el sol, calcular distancias, cómo saber los puntos cardinales con la sombra de un palito clavado en el piso. Ejercicios y más ejercicios bajo un sol que me hizo ponerme el buzo en la cabeza para no insolarme. Escuché por ahí que parecía una terrorista.

La próxima actividad fue cerca del mediodía y era sobre señalamiento y llamadas de auxilio con espejo y paracaídas. Ya estábamos cansados.

Hicimos letras en el piso –la F significa necesidad de comida- La hicimos y Gabriel aceptó que todos estábamos hambrientos. 

No teníamos comida, Oscar ya estaba de mal humor. Encima le señalé un becerro y bromeé, “mirá el asado”. Su cara fue de indecisión, no sabía si reír o putearme. Salió una sonrisa forzada.

En las trampas no había nada. Me sentí aliviada, no soy partidaria de matar por matar, era el último día de curso, comería en casa. No necesitábamos sacrificar ningún animal. Cuando el niño dijo que si había algo él lo mataría, pregunté cómo. “A palos en la cabeza”, respondió. Lo mire atónita. Eso no se hace, dije, cuando tengas que matar un animal para comer, siempre tratá que no sufra.

Gustavo, asintió y preguntó cómo lo haría yo, expliqué que lo más rápido es quebrarle el cuello, y que a los pescados los mato con un corte seco mostrándole donde, en lugar de destriparlos vivos como hacen tantos pescadores. Dijo que él no es partidario de matar si puede ir a Carrefour y comprar. Recordé cuando íbamos al Rio Lujan a pescar con un amigo, porque de esa pesca dependía un plato de comida en su casa esa noche, en las épocas en que no tenía trabajo. A veces no hace falta estar en medio del bosque para que cueste sobrevivir. No dije nada. Tanto el niño y el padre escucharon atentos los comentarios pero tampoco hablaron. ¿Habrán entendido algo?.

Ya en el campamento Oscar dijo que se iba. Con una especie de berrinche comenzó a juntar sus cosas, todos lo miramos, yo aún tenía una galletita y un caramelo, le ofrecí y no quiso. La ignominia machista lo abofeteó y se quedó. Una mujer le estaba dando su comida, yo había sabido racionar y él no.  

Para apaciguar los ánimos apareció Gabriel con dos kilos de harina común. Me brillaron los ojos. Oscar agrio dijo ¿y con eso que hacemos?. Maravillas respondí. Tomé la harina y me puse a buscar en la mochila las bolsas donde guardaba las cosas pequeñas. Al verlas Aguirre entendió lo que quería hacer y le dijo a Oscar que se armara una parrilla.

Harina en bolsa con agua. Y mientras Aguirre mezclaba, Oscar y yo buscamos ramas verdes –finas como lápiz- de 60 cm de largo. Usamos 30 para armar la parrilla que Oscar inteligentemente trenzó clavada en el piso. No se me habría ocurrido le comenté. Me miró, sonrió y me dijo, gracias por lo de recién. Seguimos trabajando en silencio.

Cuando se está en el bosque, con solo las cosas para sobrevivir no se habla mucho, casi nada, uno está en una especie de estado de vigilia, como una máquina en modo ahorro de energía, atento a los ruidos, al cielo, al viento, prevé situaciones, lee las señales que da la naturaleza, abre la boca solo para decir lo necesario. Recordé que solo saqué dos fotos cuando llegamos, en toda la travesía. En otro lugar y circunstancias, ya tendría la memoria del celular o cámara agotadas. Las banalidades se olvidan y surge lo esencial, tomar, comer, orinar, defecar, mantener la mente ocupada, cuidarse unos a otros.

Terminada la parrilla colocamos cuatro palitos en forma de Y alrededor del fuego para que la sostuvieran y la apoyamos, hicimos bollitos y los aplastamos con las manos, quedaron unas 12 tortas chatas que ellos degustaron con paté. Yo comí una tortita sola, no tenía tanto hambre como los demás.

Era una especie de pan sin gusto y duro, pero nos supo a manjar. Bien dicen, para el hambre no hay pan duro.

Al terminar de almorzar más calmados, nos tocaba la clase de primeros auxilios, nudos y arneses. Concluidas esas dos clases, que pasaron entre risas y bromas, donde Lautaro hizo de víctima -lo movimos para acá y para allá, lo cargamos en una camilla destartalada y recibió algunas cosquillas en la pansa- descubrí que los nudos se me dan muy bien, pero no así, trepar a un árbol ni con arnés para ayudar.

Con una soga de 6 metros cada uno, aprendimos distintos tipos de nudos. El arnés, era un nudo a la altura de la pelvis entrelazado en la cadera y las piernas, y cuando lo terminamos parecía que todos teníamos puesto un calzón de cuerdas. Lanzamos a una rama alta y gruesa otra soga, para que entre dos o tres del grupo tiraran de ella y subieran al conejillo de indias al árbol.

Cuando era chica trepaba como gato. Recordé la higuera que había en el fondo de casa. Pasaba tardes enteras trepada dormitando, jugando, leyendo y hasta huyendo de mamá si me había mandado alguna. Hasta que la cortó porque ya ni las historias de que en la siesta el diablo anda en las higueras me hacían dejar de trepar, optó por sacarla para evitar que me rompiera la cabeza. Cierto es que me caí un par de veces, pero nada impedía que me volviera a subir.  Me pregunté cuando empecé a tener miedo a las alturas y a marearme hasta en los ascensores. Llegué a la conclusión que cuando cortaron la higuera me cortaron la osadía.

Cuando pidieron voluntarios negué con la cabeza. Si me rompo soy cara, dije. No brindé mayores explicaciones, mi análisis era sencillo, 4 años atrás me habría prestado a subir. El aquí y ahora era distinto, sin entrenamiento y con 15 kilos de más, no me encontraba en forma para hacerlo. Todos sonrieron y el elegido fue Andrés, luego Charly y luego Aguirre, ninguno llegó a la copa del árbol que era muy resbaloso.

Cuando el sol marcó las cinco de la tarde en ese cielo azul perenne, volvimos al refugio, levantamos nuestras cosas, basura incluida y comenzamos a caminar los 3 km de vuelta.

El regreso fue silencioso, estábamos sucios, hambrientos, los labios resecos, caminábamos cansados y con muchas ganas de volver a casa.

Yo no podía pensar y cuidar donde pisaba a la vez, me concentré en el camino verde y soleado, ni los mosquitos importaban. Estaba cansada y pensar es algo que haría al otro día, descansada y agradeciendo una cama tibia, un techo y un plato de comida por humilde que fuere.


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