Parecíamos locos hablando de cosas sin sentido
Dijo la anciana y puso la pava vieja a calentar en el
brasero junto a la mecedora.
Se le notaba en la cara cuanto disfrutaba tomar mate en la
galería, mientras recibía la tibia brisa del atardecer en el arrugado rostro.
Su nieta despeinada y rostro acalorado, sentada en el piso
de madera, la miraba con admiración cuando la anciana le contaba esas cosas de
hace mucho tiempo.
Eran otros tiempos. Donde estabas conectado todo el
tiempo recibiendo información que te llenaba la cabeza de cosas que realmente
no eran necesarias.
La pequeña, abría los ojos sobresaltada, asombrada,
imaginando a su abuela con un cable en la cabeza sentada en una silla y
enchufada a una maquina tenebrosa.
Recuerdo a un chico que se llamaba Mateo y que gano un
premio internacional por un video corto muy bonito que hizo, donde una médica y
una anciana convivían en paz. Claro, el video era el deseo de ese chico, porque
en la realidad, los médicos fueron discriminados, echados de sus casas, y
tratados como delincuentes.
La niña sonrió, y dijo Los videos eran como libros pero
con imágenes que se movían, ¿no abuelita? Capaz ese Mateo solo escribía ficción
como los cuentos que me leíste donde había cosas que no son reales. ¿La médica
era un hada o la anciana era el hada?.
La mujer no respondió. Una lágrima corrió por su mejilla. El
razonamiento de su nieta era inocentemente cruel y certero. Con el dolor
reflejado en sus ojos, parecía aceptar que en aquellos tiempos no había paz en
su tierra, aun cuando no habían entrado en guerra con otros países. No. Era una
guerra interna, que se había instalado en esa sociedad que ya no existía, una
guerra que había empezado sin que se dieran cuenta y que duró más de 50 años.
Una guerra que dio paso a los desastres que vinieron, una guerra que cobro
muchas vidas, una guerra moral que se llevó a muchos, una guerra perdida, no
hubo ganadores, solo sobrevivientes en un mundo que se precipita a su propia
condena.
El aroma a pan recién echo, la sacó de sus pensamientos. Su
nieta se paró de un salto y entró corriendo a la cabaña. No te levantes
abuelita, yo los saco y te los llevo. Gritó desde adentro con toda la energía de
quien sabe que está ayudando.
Volvió con un plato lleno de panecitos humeantes, los dejó
en la mesita de madera decorada, al lado de su abuela y volvió corriendo
adentro a buscar manteca y un cuchillo. Pero esta vez volvió despacio, contando
los pasos, mirando donde pisaba. Su abuela le había enseñado que nunca debía
correr con un cuchillo en la mano.
La anciana cortó el pan, untó la manteca hecha en la mañana
y le extendió a su nieta el manjar que compartirían esa tarde.
Entre bocados, la nena inquieta insistió como si le hubiera
leído la mente ¿Vos luchaste abuela?
La pregunta la inquietó, se paró como pudo, ya no tenía la
agilidad de la juventud, puso la mano derecha en su cintura y se masajeo, suspiró
mientras con la mano izquierda se apoyaba en el bastón que ella misma había
hecho. Le echó una mirada al rojo atardecer que se brindaba a ellas en la
lejanía y se dirigió a la puerta. El viento comenzó a soplar un remolino de
polvo se dibujó en el terreno árido. Con un pie adentro y otro afuera, se dio
vuelta olfateó la tormenta que se aproximaba y con inefable tristeza respondió.
Por supuesto mija. Luchamos siempre, hasta que morimos.