Metí
al auto la mochila donde aprisionadas me acompañarían: campera de abrigo,
camiseta térmica manga larga, dos pares de medias, cinturón de cuero, una tela
tipo tul de 1.5x1.5 metros, lapicera Bic, navaja Vitorinox, silbato tipo
réferi, antiparras y guantes de jardinero, guantes de abrigo, un paquete de
Carilina, pack de cepillo de dientes, pasta dental, dos botellas plásticas
vacías – desinfladas ocupan menos lugar- y el celular por las dudas.
Era
un curso de supervivencia y estaba convencida de que cualquiera podía vivir dos
días con lo puesto. En este caso zapatillas para treeking, ropa cómoda y sombrero
al estilo cocodrilo Dundy.
Salí
a las 6 a.m.
de Los Cardales rumbo a Ezeiza. El lugar donde se desarrollaría el curso estaba
ubicado en un predio de varias hectáreas cercano al Aeropuerto Internacional
Ministro Pistarini.
Volví
de grande a acariciar el gusto de pasar tiempo en la naturaleza. Mi marido fue
dirigente Scout y me sumergí en ese mundo cuando lo conocí. Nunca voy a olvidar
la primera vez que me llevó a acampar y me llevé la planchita. Eso quedó como
anécdota familiar recordada cada vez que sale el tema Campamentos.
Esto
era distinto, era un curso al que iba a aprender técnicas de supervivencia y si
bien muchas cosas las sabía, siempre que estuve en la naturaleza fue con mi
marido. La razón que me impulsó a hacerlo, es que acostumbro viajar sola y un
día me pregunté ¿si me pasa algo y mi marido no está conmigo? Mi cerebro buscó
la respuesta y recordé que Claudio, compañero de facultad, tenía un hermano que
dictaba cursos, lo contacté y me anoté sin dudarlo.
Al
llegar al punto de encuentro –puerta de entrada a la AFA- amanecía. Había poco
movimiento en las rutas. Fui la primera, recliné el asiento y dormí hasta que
escuche un motor apagarse.
Llegó
Gabriel, el instructor, vestido de combate, con dos bolsos verdes enormes de
los que sobresalían mangos de machetes y hachas. Yo que lucía mi planchita
recién hecha y mis uñas con brillitos sentí vergüenza, que no encajaba. Saludé.
Quise esconder las manos. Con una excusa me metí al auto me saque anillos,
pulseras, cadena y todo lo que pudiera perder antes que me dijera algo. Charlamos.
Gabriel,
veterano de Malvinas sirvió en la fuerza aérea durante la guerra. Alto, con una
calvicie que oculta tras un mechón de pelo que acomoda constantemente, con
canas que van cubriendo el dorado que alguna vez fue su cabello, de contextura
ancha como un ropero antiguo, de rostro bonachón y regordete como perrito Chow
Chow, de mirada honesta y sonrisa clara.
Me
contó que se dedicó a hacer los cursos porque no encontró trabajo al volver de
la guerra. Encontró la veta para explotar este ámbito de conocimientos que en
la misma guerra, ni siquiera los soldados estaban preparados para soportar
situaciones de emergencia donde se requiere del ingenio para sobrevivir.
Actualmente es la única empresa en el país que hace este tipo de entrenamientos
y recibe alumnos de todo el mundo. Mientras hablaba de los programas
televisivos en que salió sus ojos brillaban orgullosos. Me pareció un buen
tipo.
Llegó
otro auto con un hombre y su hijo – Lautaro de 12 años aproximadamente y Miguel
de 45- ambos obesos y de anteojos del estilo culo de botella. No podían negar
que eran padre e hijo. Eran la típica, vestidos iguales, padre que se separa y
lleva al hijo a hacer las actividades que a la madre no le gustan, y el niño en
su salsa, como si fuera el centro del universo. Más adelante confirmaría mi
teoría de la primera impresión.
El
grupo que se compuso al fin por: padre e hijo; Andrés, un estudiante universitario de biología de unos 20 años con
pantalón de combate y remera blanca Kevingston pulcramente planchada, rubiecito
y con ojos de topo que escondía tras anteojos cuadrados. Luego descubriría que
era - lo que en el ámbito académico se conoce – un nerd; Charly, un joven tirando
a albino de unos 28 años aspirante a guarda parques que hacía el curso para
engrosar su currículum, al igual que los dos soldados de reserva – Aguirre de unos
45 años y Oscar de unos 53- no estaban en actividad y lo hacían por el mismo
motivo; Sergio de unos 30 años, delgado, con una semi calva que cubría con una
gorra verde tipo marinero, el instructor y yo. Al mirarlos, sentí que sería un
curso para oficinistas por más ropa camuflada que usaran algunos.
Completo
el grupo Gabriel nos entregó una bolsita con 3 galletitas de agua, 3 caramelos
y una lata de paté a cada uno – tenía que serlo pues no me gusta-.
Comenzamos
la caminata de 3 km
hasta donde haríamos campamento. El día estaba claro y sin nubes, el sol
comenzaba a calentar de acuerdo con la época. Septiembre gritaba “primavera” y
el clima se comportó como un homenaje a ella.
A
medida que nos internábamos en el bosque nos comenzó a seguir una nube de
mosquitos y no teníamos repelente. A un camping se
lleva Off, fósforos, Raid, la canasta del mate y las galletitas, a un curso de
supervivencia no. No, no teníamos Off porque no estaba en la lista; no, porque
no siempre se tiene off en la cartera; no, porque la idea era ver cómo nos las
arreglábamos sin las comodidades que da el prepararse para algo. Lamenté no
haber desobedecido y traerlo igual. Nos envolvimos la cabeza con la tela
que llevamos, y bromeamos con Charly y su chalina a cuadrillé blanco y negro,
parecía un miembro de Alkaeda.
Lo
primero que aprendimos, fue qué plantas podíamos comer, bayas, nueces y de cómo
identificarlas.
Debimos
tener cuidado con las espinas. Ya la mayoría había elegido un palo que sirviera
de bastón para correr plantas, confirmar firmeza en terreno, apoyo y como
bastón de ciego para espantar serpientes al llegar a la maleza si las hubiera. No
vimos ninguna.
Gabriel
nos enseñó a marcar el camino -por si alguno se extraviaba- con cortes de
machete en la corteza de los árboles o si encontrábamos alguna bolsa de
plástico tirada atábamos pedacitos en las ramas, pero indicó que si es de
colores como rojo o naranja mejor porque esos colores cortan la armonía de la
naturaleza y llaman la atención.
Noté
que aun cuando nos internemos unos kilómetros en el bosque nada está exento de
la presencia del ser humano. Pude ver -más que nada- algunas bolsas de las que
dan en los supermercados enganchadas en las ramas y me pregunté si habrá algún
lugar en el mundo que no hayamos arruinado aún.
El
niño que ya se había tornado molesto, pasaba y te soltaba las ramas sin fijarse
que vos venías detrás. Pensé que en lugar de enseñarle supervivencia podrían enseñarle
respeto, no dije nada, aún quedaba el fin de semana por delante.
Entre
los troncos que pasábamos me cautivó la belleza de un hongo redondo y dorado
con otros más pequeños que crecía en un tronco talado. La imagen era propia de
la película de Peter Pan, el sol contribuía a darle destellos mágicos; imaginé
las hadas revoloteando en el lugar y que esos hongos eran sus hogares. Sonreí,
tomé una foto y seguí camino.
Cumplidos
3 kilómetros,
llegamos donde había habido un campamento un mes atrás, el refugio estaba
intacto. Parecía una película de Tarzán. Quedé maravillada, pensaba que esas
construcciones eran solo montajes para las películas. No podía evitar la
admiración que sentía al verlo.
Estaba
montado sobre dos troncos caídos, de unos 10 metros de largo y unos
30 cm de
diámetro a una altura de unos 80
cm del piso. No habían sido talados, se veía como habían
sido arrancados de raíz de la tierra.
Al
ver eso di un paneo a mi alrededor y observé varios árboles en la misma situación.
¿Serán resabios del tornado del 2012? Me pregunté. Los árboles estaban
arrancados de la misma manera en que aquel tornado arrancó el pino que había en
el patio de donde trabajaba allá en Ramos Mejía.
Para
hacerlo, cruzaron troncos más finos haciendo de piso con una manta de hojas
secas y corteza que oficiaba de colchón, los árboles en pie, los usaron de
columnas para el techo. Culminaba la obra una escalerita tipo pintor de cuatro
escalones, realizada con ramas.
Usamos
ese, dijo Oscar, pero Gabriel sonrió y respondió que podíamos usar las maderas
pero que debíamos hacer refugios propios individuales o colectivos.
La
primera pregunta que todos nos hicimos ahí fue la de trabajar en grupo o
individualmente pero nadie dijo nada. Seguí contemplando el refugio, solo le
faltaba la vajilla de barro para estar completo. El nuestro será más lindo,
dije sin pensarlo fresca, como si nada. Oscar, Charly y Andrés asintieron.
Hay
que elegir un líder entre ustedes, indicó Gabriel y se fue para que tomáramos la
decisión. No era fácil, no nos conocíamos. Como chiste Oscar propuso a Lautaro –el
niño- que ya había hecho el curso una vez y venía porque le gustaba.
EL
niño se sorprendió, sonreí porque entendí que era lo mejor. De esa manera, no
molestaría y cada cual podría organizarse sin recibir órdenes y además como se
trataba de un niño no trabajaría al mismo ritmo que nosotros, por lo cual, con
el título le dimos permiso para que fuera a jugar. Consentí la moción y todos
captaron la idea sin decir palabras. Le anunciamos a Gabriel la decisión, él también
se sorprendió y sin peros.
En
busca del lugar para nuestro refugio, el grupo se había convertido en una
manada de inspectores que escudriñaban rincones, troncos, y emitían opiniones. ¿Y
estos tres? Dije frente a un triángulo perfecto formado por árboles similares, separados
unos 3 metros
entre cada uno. Dentro del triángulo imaginario que formaban solo había hierba
blanda fácil de sacar.
Todos
se dieron vuelta, miraron la propuesta y uno dijo, es perfecto, acá va el
living, señalando a un lado del triángulo el suelo desnudo. Se nota que tenés
camping encima, me dijo Gabriel.
Decidido
el lugar, no hizo falta decir nada más. Dos, tomaron los machetes y sacaron las
pocas ramas que crecían flacuchas y limpiaron el sector, dos se dedicaron a
analizar y calcular qué se necesitaba para la obra, altura de piso y techo,
longitudes y materiales necesarios. “Lo bueno es que son tres puntos de unión
nada más, grande Rita”, se escuchó por ahí. No entendía si era broma o estaban
realmente sorprendidos con la elección.
Al
principio, al no tener líder real, cada uno miraba lo que hacía el otro y
buscaba en que podía ayudar o que hacía falta, se formaron parejas de trabajo.
Mientras
unos movían troncos grandes, yo me dediqué a llevar varas de unos cuatro metros
de largo para hacer el resto del piso o el techo, Miguel decidió aprovechar el
refugio anterior y sacó de allí material para el nuevo - pero no alcanzaría,
había que conseguir más- ni bien toqué la hoja de cortadora me hizo un
sarpullido, me dedique a los troncos.
La
distancia de un refugio al otro que armábamos era de unos 30 metros, fui y vine al
menos 50 veces llevando troncos que en ocasiones tenía que arrastrar por el
peso.
Al
cabo de dos horas me dio sed y sentía los pies cansados y calientes, sentía
como palpitaban, mi pecho aguantaba el golpetear de mi corazón como si este no cupiera dentro y
luchara por salir. Tomé tres tragos cortos de agua, me revivieron. Descansé en un
tronco como a 20 metros
de donde trabajaba el resto.
La
mayoría no se conocía entre sí pero ya trabajaban como compañeros de años.
Parecían una cuadrilla de esas empresas que construyen casas en un día, solo
que la que erguían ahora era mucho más precaria.
Precaria
como esos posteos de Facebook donde gente indignada, desde la comodidad de sus
sillones, muestra una foto en medio del monte chaqueño y dicen que no es un
hogar digno. Me pregunté ¿Por qué no es
digno? ¿No es digno hacerse su casa, choza o lugar donde vivir, con sus propias
manos? En todo caso, no sería correcto cuestionar la dignidad de la obra sino
la pobreza que genera el sistema. Una choza hecha con las manos, es más digna
que una mansión hecha con dinero robado. Me
pregunté, ¿Quién instala los conceptos y términos en el sistema? si la RAE dice el significado de
digno, ¿Porque desvirtuamos la palabra dignidad?
Cuando
mi mente dejó de divagar sentí hambre, la carne es débil, pero el lugar aún no
estaba terminado y el agua que tomé me causó ganas de orinar y sin baños a la
vista. Ya lo sabía, y no era muy distinto de cuando acampo en el medio de la
nada con mi marido – aunque nosotros llevamos baño químico portátil- el tema
consiste en localizar un árbol alejado, y el verdadero desafío es encontrar uno
que a mí me guste. Hay que calcular
muchas cosas a la hora de elegir lugar para bajarse los pantalones y quedar
indefensos a merced de los mosquitos.
Tomé
la Carilina
y me alejé por el bosque, paseando. Como a 200 metros encontré un
eucaliptus caído, su diámetro era alto como yo, me hizo recordar el bosque
petrificado allá en Chubut. Examiné el lugar, no había agujeros, ni telarañas,
ni bichos, la altura te resguardaba del viento que puede jugar una mala pasada,
así que me metí detrás e hice mis necesidades sin temor ni vergüenza.
Nunca
entendí esa vergüenza de la gente de decir que va al baño. Pudores cada vez más
alejados de lo que es el ser humano, el instinto y sus necesidades, como si se
fueran cubriendo con una careta de plástico y a medida que más arriba están en
la escala social, esa careta es más quebradiza.
Recordé
mi primera fiesta de fin de año en la oficina, pusieron música y algunos
varones quisieron bailar, eran las 3 de la tarde y ninguna chica aceptaba, salvo
yo, es que a mí me encanta y accedí y bailé y me reí y me divertí. Al otro día
me dijeron, acá no se baila en esas fiestas. ¿Porqué?, pregunté y me dijeron
que no, que queda mal. No entendí como bailar queda mal y cuando salen de noche
se emborrachan y se cogen a cualquier compañero, pero bueno, sonreí porque no
pude imaginarme a esa gente haciendo lo que yo hacía en ese bosque que me
abrazaba reconociéndome como parte de él.
Yo
bailo, canto, prendo fuego, hago pis y caca en el bosque, duermo en un refugio
a la intemperie, me baño en una cascada. Sonreí y me pregunté si debajo de la
careta que llevan algunos serán igual que yo o al quebrarse la careta se
quiebran ellos también, me sacudí esos pensamientos que parecían querer
llevarse el mundo por delante. Recordé ser parte de ese mundo, ahí trabajo y me
manejo como uno más, y me pregunté si el camuflaje no sería lo que uso todos
los días en la cuidad -esa selva de distintos peligros- y en el campo soy como
soy, más callada, menos combativa, más sagaz, menos brillante, más pensativa,
menos locuaz, más básica.
Mitigadas
las ganas, volví al campamento donde seguían trabajando. Me uní a Andrés que
luchaba con un tronco del techo, el resto fue a buscar más hojas de cortadora.
Terminamos
el refugio como a las 5 de la tarde, lo contemplamos y nos felicitamos durante
un rato sin sentarnos. Había que ir a buscar algo para comer antes de que
anocheciera.
Emprendimos
camino en hilera india, encontramos unas nueces. Llegamos a un pastizal de
cortadoras que se levantaba amenazante frente a nosotros. Gabriel nos mostró
unas plantas carnosas con espinas en las hojas con forma de estrella. Tienen un
tubérculo que podría comerse -dependiendo de la época tendríamos suerte o no-. Todos
teníamos hambre y fue automática la reacción del grupo. Todos culo para arriba
cavando con cuchillos, palos y hasta con las manos, para encontrar las papas
que cenaríamos.
Encontramos
dos –un preciado tesoro- llenamos dos carpas poncho de cortadora y en el
regreso Gabriel nos mostró una trampa, la analice y grabé en mi mente. Pero no
quería cazar, no me convencía la idea.
Al
llegar había que prender fuego. Me ofrecí pero Gabriel dijo que había gente que
debía aprender, eso me dio la oportunidad de recostarme en el césped a
descansar ya que alguno se había encargado de traer leña. Miré las ramas
mecerse en lo alto, el cielo sin nubes sosteniendo al sol cuyos rayos jugaban
con las hojas que parecían brillar ante su roce. Busqué las aves que escuchaba,
y divisé algunas saltar de rama en rama, curiosas, espiándonos, estudiándonos
desde las alturas.
Observé
cómo prendieron fuego haciendo fricción con la punta de una barita sobre un pedazo
de madera más blanda. Cerca del punto de fricción habían colocado un poco de
yesca que prendería con las chispas, al lado -para tomarla de inmediato- habían
amontonado algunas ramitas secas que alimentarían la llama cuando diera sus primeros
lengüetazos. Costó, pero lo lograron y festejaron la victoria como niños cuando
hacen un gol a su papá.
Oscar
confeccionó un trípode –alto como yo- con ramas verdes para colgar cosas y
calentar o cocinar si encontrábamos en qué. Me armé una especie de estante para
la mochila y el sombrero, no quería que la noche los hallara en el piso -los
usaría de almohada- y había que mantener la mente ocupada con algo.
Sabía
qué necesitaba pero no quería complicarme -tampoco tenía muchas herramientas-
entonces caminé mirando ramas y troncos caídos hasta encontrar uno con forma de
Y pero combada. Lo levanté, lo miré y me lo llevé. La clavé al piso cerca del
refugio, metí la mochila y se cayó, necesitaba un apoyo más y até otra rama
recta cruzada en la parte superior de la
Y a modo de respaldo – parecía una silla alta de barra- dejando
las puntas sobresalientes para colgar cosas. Precaria, pero firme, me conformé
a mí misma. Estaba convencida de que no dormiría con bichos caminándome en la
cabeza de ser posible.
A
medida que el sol caía la temperatura comenzó a bajar, todavía tenía calor por
la actividad del día pero debía abrigarme para no enfermar.
Para
la clase de obtención de agua cavamos pozos de unos 30 cm de profundo y 50 de
diámetro. Pusimos una bolsa de plástico en el fondo y sobre ella unas hojas
carnosas, arriba otra bolsa tapando todo, en su centro una piedra que diera
ángulo de caída. De esta manera, al otro día la condensación haría que
consiguiéramos algo de agua para tomar.
Para
pedir auxilio nos hizo cavar tres agujeros a unos 30 metros de distancia
uno con otro formando un triángulo. Lo dejamos listo para prender fuego - yesca
y maderitas adentro y un montículo de leña al costado de cada uno-. Era para
hacer un triángulo de fuego por la noche. Se supone que de esa manera los
aviones de rescate encuentran supervivientes en los bosques si es de noche. Y si
es de día se pone rama verde que tira humo y el triángulo se divisa desde
grandes distancias.
Cuando
la luna ya marcaba como las 9 de la noche no sentamos alrededor del fuego. Nos
abrigamos más. Nos cambiamos las medias mojadas.
Teníamos
agua fría en unas botellas, anhelé algo caliente. Gabriel tomó una botella de
coca-cola llena de agua, la completó hasta el borde sin dejar oxígeno, la cerró
bien, enroscó un pedazo de alambre al pico y la colgó sobre el fuego.
Todo
el grupo se quedó mirando, esperando que el plástico se derritiera y nos
apagara el fuego. Contrario a nuestras predicciones, la botella no se derritió
y el fuego siguió vivo. Sentí que mis diez en físico-química –en la escuela-
eran una mentira. Cuando la botella se infló Gabriel dijo, ya la pueden sacar “el
agua está caliente”. Metió adentro hojas de eucalipto de menta y pino. La dejó
reposar un momento.
Teníamos
Te para tomar. Nos dimos cuenta que no teníamos vasos, entonces como si
estuviéramos conectados en pensamiento todos buscamos la botellita de 600 que
nos habían hecho traer y la cortamos a la mitad.
Nos
acordamos de la bolsita con la ración de comida. Me comí una galletita y un
caramelo, el té me calentó pecho y panza. Eso me relajó tanto que me recosté en
un rincón del refugio mientras el resto charlaba animadamente sobre las
siguientes actividades de navegación terrestre nocturna. Miré el celular, tenía
señal. Ningún mensaje de casa, todo estaba bien, lo volví a guardar.
Atendiendo
la conversación que se desarrollaba pensé que si alguna vez me perdía, lo que menos
haría, sería andar por ahí de noche sin ver lo que me rodea. El crepitar del fuego
y la charla cansada, me arrullaron y me dormí.
“Vamos
a la caminata nocturna” me despertó Gabriel. Reía cuando le respondí, vayan
nomás, si ven que no llego empiecen sin mí.
Desperté
con la espalda helada. Estaba sola en el campamento y no se escuchaban más que
algunos grillos y las hojas movidas por el viento, la oscuridad se había
acomodado en todos lados con permiso del fuego que se estaba extinguiendo, solo
quedaba un montón de brazas naranja y oro cuyo brillo se movía como si
estuvieran vivas y danzaran.
Adormilada
me levanté, me puse la linterna de minero en la cabeza y fui a buscar leña,
alimenté el fuego hasta iluminar todo el sector de acampe, me senté a su lado a
contemplarlo y calentarme. Pensé que lo mismo harían hace millones de años los
primero hombres, debe estar en los genes esa atracción, cuando la gente se
reúne alrededor del fuego todos en algún momento se quedan contemplándolo en
silencio como si se comunicara con nosotros, como diciendo algo.
Miré
la luna al cabo de un rato, sería como la medianoche y yo seguía allí, sola. No
sentía miedo, sentía paz, una paz arrulladora, una paz cansada, pesada,
lánguida y soñolienta, una paz única y certera, esa que te da el sentirte parte
del momento y del lugar. Me recosté de costado mirando el fuego y volví a dormir.
Entre
sueños escuché las voces del grupo al regresar, pero no me levanté, no podía
despertar, estaba agotada. “Rita sigue
durmiendo” escuché decir a lo lejos y entre sueños, creo que a Andrés. Comenzaron
a hablar en susurros. Miguel, comentó que estaba asombrado de que me quedara
sola en medio del bosque.
“Tengo
frío” dijo uno, “yo estoy muerto” dijo otro, el niño pregunto dónde dormir y el
padre le dijo al lado de Rita y que no me pateara. El resto se acomodó como
pudo en el espacioso lugar que habíamos construido, yo les había ganado de mano
y había quedado cerca del fuego. Los susurros se fueron apagando y el arrorró
de la naturaleza nos acunó a los diez.
Aún
era de noche cuando me despertó el olor a plástico quemado y las ganas
incontenibles de orinar. “Algo se quema” dije entre dormida, Aguirre estaba
sentado durmiendo junto al fuego. Del otro lado Andrés de espaldas al calor
ignoraba su sombrero que era una llamarada amenazando con quemarlo a él también,
salté, tomé un palo largo y lo saqué. Era tarde, ya se había convertido en un
pedazo de tela chamuscada humeante e inservible. Andrés ni se movió.
Caminé
los 200 metros
al tronco que oficiaba de baño privado. La luna dejaba ver el lugar como
película en blanco y negro, los ruidos de la noche parecían una melodía que se
interrumpía ante el crujir de las hojas secas bajo mis pies. Retorcía las piernas al llegar y mientras me
bajaba la calza, el frío me estaba jugando una mala pasada. Volví como
paseando, relajada, disfrutando de la tranquilidad del lugar. Todo era más
tranquilo en la noche, los ruidos más suaves, el aire más quieto, los árboles
casi estáticos, como si la naturaleza hablara bajito para no despertar a nadie,
calculé que serían las 4 de la mañana.
La
claridad me despertó. Andrés buscaba su sombrero. Conté lo sucedido. Al verme
despierta, Aguirre bromeó, Rita va a dar una charla de como dormir doce horas
tan apaciblemente. Sonreí y les di los buenos días, el resto comenzó a
despertar.
Gabriel
apareció con un poco de yerba en una bolsita. Con una lapicera bic y media
botellita de plástico improvisamos el mate. Desayuné otra galletita y otro
caramelo.
El
resto, que se había terminado la ración la noche anterior recibió la lata de
paté que les dí agradecidos, pero no era suficiente y lo guardaron, las tripas
estaban comenzando a sonar.
Miguel
sacó de su mochila un tupper con una bolsa de caramelos y nos dio uno a cada
uno ante la mirada comprensiva de Gabriel que dijo, eso es trampa. Salí en su
defensa preguntando ¿Quién no tiene un caramelo en la cartera? Si uno se pierde
es lo más probable que algo haya en un bolsillo o mochila, ¿no? Gabriel bromeó
diciendo que me salió la abogada en defensa y que como era probable estaba bien
fundamentado así que todos nos comimos un Sugus.
La
realidad era que la madre de Lautaro, como todas las madres no quería que su
hijo pasara hambre, pero Miguel no la dejó enviar sanguchitos y aceptó los
caramelos para no escucharla.
La
actividad nocturna fue relatada mientras desayunábamos, contaron que pusieron
algunas trampas, les dije que difícilmente alguna de las liebres que vimos se
dejara cazar. Entre abucheos y risas aceptaron la afirmación.
Luego
del desayuno aprendimos a hacer filtros de agua –con una botella, arena, y
piedras- vimos parte teórica de cartografía, sobre una mesa armada con palos y
ramas. Aprendimos cómo usar brújulas y actividad práctica de navegación
terrestre y orientación.
Al
regresar alguien se acordó del pozo junta agua y fuimos a verlo. Casi nada, no
nos servía de mucho, en una emergencia ese poquito nos habría salvado la vida.
Contentos con el logro y elaborando varias hipótesis de por qué no juntamos más,
nos dirigimos a un campo de maleza corta donde pastaban plácidamente vacas y
caballos que nos daban paso a medida que avanzábamos.
Gabriel
enseñó cómo orientarnos con el sol, calcular distancias, cómo saber los puntos
cardinales con la sombra de un palito clavado en el piso. Ejercicios y más
ejercicios bajo un sol que me hizo ponerme el buzo en la cabeza para no
insolarme. Escuché por ahí que parecía una terrorista.
La
próxima actividad fue cerca del mediodía y era sobre señalamiento y llamadas de
auxilio con espejo y paracaídas. Ya estábamos cansados.
Hicimos
letras en el piso –la F
significa necesidad de comida- La hicimos y Gabriel aceptó que todos estábamos
hambrientos.
No
teníamos comida, Oscar ya estaba de mal humor. Encima le señalé un becerro y bromeé,
“mirá el asado”. Su cara fue de indecisión, no sabía si reír o putearme. Salió
una sonrisa forzada.
En
las trampas no había nada. Me sentí aliviada, no soy partidaria de matar por
matar, era el último día de curso, comería en casa. No necesitábamos sacrificar
ningún animal. Cuando el niño dijo que si había algo él lo mataría, pregunté cómo.
“A palos en la cabeza”, respondió. Lo mire atónita. Eso no se hace, dije,
cuando tengas que matar un animal para comer, siempre tratá que no sufra.
Gustavo,
asintió y preguntó cómo lo haría yo, expliqué que lo más rápido es quebrarle el
cuello, y que a los pescados los mato con un corte seco mostrándole donde, en
lugar de destriparlos vivos como hacen tantos pescadores. Dijo que él no es
partidario de matar si puede ir a Carrefour y comprar. Recordé cuando íbamos al
Rio Lujan a pescar con un amigo, porque de esa pesca dependía un plato de
comida en su casa esa noche, en las épocas en que no tenía trabajo. A veces no
hace falta estar en medio del bosque para que cueste sobrevivir. No dije nada. Tanto
el niño y el padre escucharon atentos los comentarios pero tampoco hablaron. ¿Habrán
entendido algo?.
Ya
en el campamento Oscar dijo que se iba. Con una especie de berrinche comenzó a
juntar sus cosas, todos lo miramos, yo aún tenía una galletita y un caramelo, le
ofrecí y no quiso. La ignominia machista lo abofeteó y se quedó. Una mujer le
estaba dando su comida, yo había sabido racionar y él no.
Para
apaciguar los ánimos apareció Gabriel con dos kilos de harina común. Me brillaron
los ojos. Oscar agrio dijo ¿y con eso que hacemos?. Maravillas respondí. Tomé
la harina y me puse a buscar en la mochila las bolsas donde guardaba las cosas
pequeñas. Al verlas Aguirre entendió lo que quería hacer y le dijo a Oscar que
se armara una parrilla.
Harina
en bolsa con agua. Y mientras Aguirre mezclaba, Oscar y yo buscamos ramas verdes
–finas como lápiz- de 60 cm
de largo. Usamos 30 para armar la parrilla que Oscar inteligentemente trenzó
clavada en el piso. No se me habría ocurrido le comenté. Me miró, sonrió y me
dijo, gracias por lo de recién. Seguimos trabajando en silencio.
Cuando
se está en el bosque, con solo las cosas para sobrevivir no se habla mucho,
casi nada, uno está en una especie de estado de vigilia, como una máquina en modo
ahorro de energía, atento a los ruidos, al cielo, al viento, prevé situaciones,
lee las señales que da la naturaleza, abre la boca solo para decir lo necesario.
Recordé que solo saqué dos fotos cuando llegamos, en toda la travesía. En otro
lugar y circunstancias, ya tendría la memoria del celular o cámara agotadas.
Las banalidades se olvidan y surge lo esencial, tomar, comer, orinar, defecar, mantener
la mente ocupada, cuidarse unos a otros.
Terminada
la parrilla colocamos cuatro palitos en forma de Y alrededor del fuego para que
la sostuvieran y la apoyamos, hicimos bollitos y los aplastamos con las manos,
quedaron unas 12 tortas chatas que ellos degustaron con paté. Yo comí una
tortita sola, no tenía tanto hambre como los demás.
Era
una especie de pan sin gusto y duro, pero nos supo a manjar. Bien dicen, para
el hambre no hay pan duro.
Al
terminar de almorzar más calmados, nos tocaba la clase de primeros auxilios,
nudos y arneses. Concluidas esas dos clases, que pasaron entre risas y bromas,
donde Lautaro hizo de víctima -lo movimos para acá y para allá, lo cargamos en
una camilla destartalada y recibió algunas cosquillas en la pansa- descubrí que
los nudos se me dan muy bien, pero no así, trepar a un árbol ni con arnés para ayudar.
Con
una soga de 6 metros
cada uno, aprendimos distintos tipos de nudos. El arnés, era un nudo a la
altura de la pelvis entrelazado en la cadera y las piernas, y cuando lo
terminamos parecía que todos teníamos puesto un calzón de cuerdas. Lanzamos a
una rama alta y gruesa otra soga, para que entre dos o tres del grupo tiraran
de ella y subieran al conejillo de indias al árbol.
Cuando
era chica trepaba como gato. Recordé la higuera que había en el fondo de casa. Pasaba
tardes enteras trepada dormitando, jugando, leyendo y hasta huyendo de mamá si
me había mandado alguna. Hasta que la cortó porque ya ni las historias de que
en la siesta el diablo anda en las higueras me hacían dejar de trepar, optó por
sacarla para evitar que me rompiera la cabeza. Cierto es que me caí un par de
veces, pero nada impedía que me volviera a subir. Me pregunté cuando empecé a tener miedo a las
alturas y a marearme hasta en los ascensores. Llegué a la conclusión que cuando
cortaron la higuera me cortaron la osadía.
Cuando
pidieron voluntarios negué con la cabeza. Si me rompo soy cara, dije. No brindé
mayores explicaciones, mi análisis era sencillo, 4 años atrás me habría
prestado a subir. El aquí y ahora era distinto, sin entrenamiento y con 15
kilos de más, no me encontraba en forma para hacerlo. Todos sonrieron y el
elegido fue Andrés, luego Charly y luego Aguirre, ninguno llegó a la copa del
árbol que era muy resbaloso.
Cuando
el sol marcó las cinco de la tarde en ese cielo azul perenne, volvimos al
refugio, levantamos nuestras cosas, basura incluida y comenzamos a caminar los 3 km de vuelta.
El
regreso fue silencioso, estábamos sucios, hambrientos, los labios resecos, caminábamos
cansados y con muchas ganas de volver a casa.
Yo
no podía pensar y cuidar donde pisaba a la vez, me concentré en el camino verde
y soleado, ni los mosquitos importaban. Estaba cansada y pensar es algo que
haría al otro día, descansada y agradeciendo una cama tibia, un techo y un
plato de comida por humilde que fuere.