En
aquellos veranos de mi infancia, la siesta era la hora del silencio, la hora
del diablo –decía mi abuela- para que no vaya a jugar al rayo del sol. Lo mismo
decía mi mamá acá en Buenos Aires para que yo no me trepara en la higuera pero
con muchos menos resultados que mi abuela. Ella inspiraba respeto y su palabra
aunque cariñosa, era una orden a cumplir a rajatabla. Era tentador salir a
jugar en el campo, pero me acostumbré a jugar callada y tranquila bajo la
protección de la galería increíblemente fresca con sus paredes de barro y techo
de paja. La consigna era no despertar a nadie. La siesta era sagrada en ese
pueblito que descansaba en medio de una quebrada precordillerana de la Provincia de La Rioja.
La
vida allá era sencilla, y sigue siéndolo aunque pasen los años. Por la mañana,
como todas las mañanas, había que traer agua del pozo. Era la travesía
matutina, una aventura que no renegaba en emprender. No era lejos y resultaba
entretenido. Encontrábamos huellas de serpientes, alguna cabra perdida, pero
sobre todo, algún vecino con quien charlar un rato. Las charlas no eran
intelectuales, era más bien un “¿Cómo está usted? Ó ¿Cómo está su mamá que hace
mucho no viene por estos pagos?”. Todos parecían conocerme, todos me trataban
de usted aunque fuera una niña y yo no conocía a nadie. Me contaban que ellos
habían ido a la escuela con mi mamá, como montaban en burro dos horas para
llegar todos los días y yo no podía imaginármela de pequeña y guardapolvo
blanco y montada en burro. Así es, que solo sonreía y respondía que mi mamá se
encontraba bien. Siempre hay que ser educada decía mi abuela, usted salude y
responda lo que le preguntan. Si le preguntan por alguien de las gracias,
porque si preguntan es que les importamos. No solo su vida era sencilla,
también sus pensamientos, era tan básica que creía que las preguntas eran
porque la gente se interesaba en nuestro bienestar y no por chismosos.
Aquel
verano, no había niños de mi edad, la hija de la Chacha apenas comenzaba a
caminar y el Javier ya había vuelto del servicio militar. Eran demasiado
pequeños o demasiado crecidos como para jugar conmigo, que ya había cumplido en
agosto los once años y aunque había comenzado a desarrollarme seguía jugando
con muñecas, pero todas habían quedado en Buenos Aires. Mi abuela decía que yo era chica para cuidar
a los más pequeños y que Javier ya estaba “ancho” para jugar conmigo, pero a
veces íbamos a los cerros a caminar con mi tía. Estaba yo en una edad
intermedia donde no se es chica ni grande. La edad en que sos chica para caminar
y jugar sola en el monte, pero grande para ayudar con las tareas de la casa;
chica para hablar en la mesa sin pedir permiso, pero grande para ir a buscar
agua al pozo, aunque el balde pese y tengas que hacer varias paradas.
En
fin, lo del agua no me molestaba, lo consideraba una aventura. Corría a buscar
el balde y salía disparada por la puerta… al llegar a la tranquera frenaba de
golpe levantando una nube de polvo. Desde ahí disfrutaba el camino mirando el
cielo, las tunas y los enebros, los burros y las cabras. Una sonrisa de
satisfacción se dibujaba en mi cara al sentir la tierra roja bajo mis pies, el
aire inflar mis pulmones con ese aroma particular que tiene el campo, la
naturaleza, lo lejano lo querido. Buscar agua acompañada era un trámite de
veinte minutos; sin embargo ir sola, me demandaba una hora o más pues había
tantas cosas con las cuales me maravillaba a diario.
La
yegua de doña Cata a punto de parir con su enorme barriga que parecía un globo plateado.
Los cabritos del viejo Saenz ya comenzaban a seguirme si me veían pasar y el
burro de don Anselmo ya no me tenía miedo cuando me acercaba. Las plantas y
hasta los insectos me llamaban la atención, me gustaba espiar los cascarudos
dentro de las paredes de barro del rancho de doña Nely, y si las gallinas de
algún vecino tenían pollitos admirarlos me demandaba varios minutos, nunca
logré que los de Doña Nely se me suban a la cabeza como los de mi abuela.
Cuando recordaba que tenía que ir a buscar agua salía nuevamente corriendo y
llegaba al pozo agitada, pero con chispas de felicidad en los ojos. Buscar agua
y darle de comer a las gallinas, eran las tareas que más me gustaba hacer
cuando visitaba a mi abuela.
Ya
en el pozo, tiré el balde como de costumbre, dejé que se llene hasta la mitad
para que me sea más fácil sacarlo. Así guardaba fuerzas para acarrearlo lleno
hasta la casa. Al tomarlo para volcar el contenido en el balde que yo llevaba,
vi que diminuto se movía en el agua un sapito de ojos amarillos. No era
renacuajo, era adulto, y lo que me llamó la atención fueron sus ojos, con los
que me miraba asustado. Incliné el balde para devolverlo al pozo, pero nadó y
se agarró del borde y se quedó conmigo. Un amigo que me haga compañía pensé. Terminé
la tarea y me encaminé para la casa.
En
el trayecto no me distraje con nada, mi pensamiento era que el sapito siga en
el balde. Le conté que era bueno conocerlo, porque no tenía amigos en el
pueblo. Lo bauticé como Santiago, en honor a mi tío, que nunca conocí porque desapareció
hacía unos años y desde el 77 no supimos
más de él.
La
vuelta fue sin escalas, quería llegar y presentarle a mi abuela. Ella, con una
sonrisa, me dijo que lo coloque en otro cuenco cerca de la casa porque las
gallinas andaban cerca. Fue así que me entretuve toda la mañana y ya planeaba
mi vuelta a Buenos Aires con Santiago, hasta pensé en buscar otro para que mi
hermana no se ponga celosa. Es que en casa, cada una tenía un gato, ella tenía
a Lucho y yo a Chelo y llevar a Santiago desequilibraría las cosas.
Almorzamos
y llegó la hora de la siesta, mi abuela se metió en su habitación y yo me metí
a jugar en un fuentón de lata para refrescarme. A mi lado, nadaba Santiago en
el cuenco que yo llevaba y traía para todos lados.
Al
promediar la siesta, el agua y el silencio
me arrullaron y me quedé dormida, siempre tuve facilidad para dormir en
cualquier lado y esa no sería la excepción. Cuando desperté, ya el sol había
empezado su descenso y mi abuela me anunció que la maicena estaba lista. Allá
la merienda era con maicena y con pan recién hecho y quesillo de cabra, y ella
tomaba mate con burrito. Tomé y comí y cuando terminé me fui saltando a ver a
Santiago para seguir jugando.
El
cuenco estaba vacío. Miré el fuenton esperando que hubiera saltado y gozara de
un lugar más amplio para nadar, pero no estaba. Comencé a buscar y a llamarlo,
como si fuera un perro que va a venir porque lo llamo. Llamé a mi abuela para
ver si ella lo había visto, claramente no era algo en lo que ella estuviera
pendiente. Javier entró por la puerta y lo interrogué si no había visto a
Santiago, mi sapito de ojitos amarillos y el soltó sin querer sin pensar sin
saber una carcajada y una sentencia “se
lo habrá comido una gallina” El sapo no estaba, y mis ojos se clavaron en una
gallina que estaba picoteando el piso ni cerca ni lejos de la galería. El ave
levantó la vista y me miró como si le hubieran dolido las miradas que le eché,
me miró con esas miradas que tienen las gallinas, miradas vacías y lejanas,
pero comenzó a caminar despacio, levantando una pata y manteniéndola en el aire
unos segundos, bajándola y haciendo lo mismo con la otra pata, pasos
espaciados, lentos, lánguidos, infractores. Con paso –que yo entendí- culpable fue
alejándose de la galería. “Fuiste vos!”
grité y comencé a correr en su dirección. Las gallinas son animalitos
muy escurridizos, muy difíciles de atrapar. Si no me creen, pregúntenle a Rocky
Balboa como tuvo que entrenar para atrapar una. Esta gallina pelirroja no era
la excepción y si bien parecía estar fuera de forma porque era gorda, lo cierto
es que saltaba y corría como alma que lleva el diablo y yo atrás.
Corrió
para el fondo del terreno, donde están todavía los cañaverales a la izquierda y
se metió en el gallinero que enorme se levantaba a mi derecha. La mayoría de
las gallinas ya se habían dispuesto ir a dormir. Hice un paneo del lugar y
encontré una caña fina tirada. Revoleándola entré, volaron plumas se escuchaba
el cacareo desesperado de las demás gallinas que la ligaban gracias a su compañera,
y yo solo decía “Te comiste a Santiago, te comiste a Santiago!” y las lágrimas
comenzaron a brotar de mis ojos hasta empañarlos por completo.
En
un momento sentí como la caña se trabó en algo por sobre mi cabeza. Era Javier que
la sostenía frenando el golpe que casi le doy a mi abuela que quería abrazarme
para calmarme. “Mija, la gallina no tiene la culpa, es su naturaleza, perdónela,
no las castigues por ser lo que es.” Sus palabras fueron como un balde de agua
fría ante la sangre que me hervía por la bataola.
Salí
del gallinero refregándome los ojos en medio de una lluvia de plumas, entre
mocos y suspiros, repitiendo quebradamente “Se comió a Santiago” repetí casi
inaudible. “Mijita, quizás Santiago se fue porque extrañaba a su familia” y
continuó limpiándome la cara, “A veces quienes nos importan se van, porque
quieren o porque deben y hay que saber aceptar esa partida”
¿Qué
podía decirle? Ella tenía razón, yo no vi a la gallina comerse al sapito de
ojos amarillos, supuse solamente, pero mi abuela estaba en lo cierto, podría haberse
ido, mientras yo recapacitaba, sentada en una silla, ella me dijo “Mijita,
venga, le voy a arreglar las simpas” y comenzó a tejerme el pelo con sus manos
arrugadas, yo seguía moqueando y ella siguió hablando. “En la vida, mijita, vas
a encontrar muchos Santiagos. A veces se irán porque quieran, otras porque deban,
o solamente porque es su hora. Es así como debe ser, aunque a veces no nos
guste. Por eso, mijita, - al tiempo que sentía sus dedos como caricias - cada
vez que tengas la oportunidad de estar con alguien disfruta cada momento para
que luego no “haiga” arrepentimientos ni lágrimas“
Años
más tarde, ella enfermó y falleció, fue ahí que entendí las pocas palabras que
le salieron aquel día de verano. Era una persona de pocas palabras y casi ningún
estudio, como pudo me enseño cosas para toda la vida.
Que el perdón se da aunque duela.
Que la gente es como es y no hay derecho a castigarla
por eso.
Que en la vida las personas llegan y se van, que hay
que aceptarlo como parte de la vida misma.
Que hay que disfrutar el momento con cada persona que
se presenta en nuestras vidas.
In memorian: Sra Severa Moreno Vda de Ruiz.
Siempre en mi corazón – RGL 2010
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