Luego
de quince minutos de haber llamado a Ian por teléfono avisando que llegamos, vi
-al borde del cerro que se levantaba tranquilo y redondo, a no menos de dos
kilómetros- la estela de polvo que iba dejando la camioneta que venía a
recibirnos.
La
propiedad era de unas 20 mil hectáreas, aunque el tiempo y el gobierno le
habían sacado a la familia una buena parte de lo que era en sus comienzos. Las
tierras se extendían a lo largo de la ruta que lleva a Puerto Natales por
kilómetros y kilómetros y se abría hacia el oeste hasta donde la vista se
pierde en el horizonte, de igual manera al sur como al norte.
La sonrisa
de Ian -clara como sus ojos- salió de la nube de polvo. Apresurándose al abrazo
en señal de bienvenida.
Pasamos
la tranquera en caravana, rumbo a la
estancia. Para llegar debíamos pasar por varios
sectores que dividían el campo, y los animales. Nos recibieron incontables
vacas amigables. Al pasar a la segunda parte, nos miró amenazante un toro de
ojos rojos al que debimos esquivar en el sendero sin demarcar.
En el
siguiente tramo, las ovejas formaban una nube blanquecina de algodón que se
movía por el pasto y se deshacía al pasar junto a ellas. Más allá, vacas con
sus crías donde decidimos parar y acariciar algunos becerros.
Ya no
nos alcanzaban los ojos para deslumbrarnos cuando más adelante, nos esperaba un
bosque parecido al de árboles peinados que vimos en otro tramo del viaje. Era
tal la fuerza del viento en que los árboles crecían de una manera que parecían
peinados impecablemente todos hacia el sur este.
Continuamos
la marcha y pasamos por viejas ruinas, donde
el viento lloraba erizando la piel. Se sentía en la piel, había mucha historia
en estos lugares.
Llegamos
con la idea de pescar salmón en el Rio Penitente, acampar, convivir un poco con
la naturaleza en el llano, pues veníamos de las Torres del Paine agotados por
las largas caminatas y escaladas.
Ian, nos
llevó a ver varios sectores junto al río. La belleza de los lugares propuestos
radicaba no solo en su topografía, sino en la carencia absoluta de la voluntad
del hombre, lo cual le daba al lugar un aspecto virginal.
-
¿Porque no duermen en la estancia? – dijo como
quien no quiere la cosa, mientras nosotros estábamos absortos en el paisaje –
es que parece que anda un puma, hace dos días encontré unas ovejas muertas del
otro lado – y apuntó con el dedo la cima de un monte que se alzaba a algunos
quilómetros de donde estábamos.
La
estancia contaba con varios edificios antiguos, de distintas épocas, ubicados a
unos veinte o treinta kilómetros de la ruta que comunicaba con la civilización.
Sencillamente en el medio de la nada.
Así nos
dirigimos al edificio principal, el cual hasta hacía dos años había obrado de
hostería, pero que ahora era su vivienda.
Viví
nos esperaba en la entrada. Era una mujer de aspecto débil y mirada fuerte, petisa,
pelo corto y piel morena. Nos dio la bienvenida y nos llevó a dar una recorrida
por el magnífico edificio.
Estaba
construido en una planta. Al ingresar nos
abrazó el vestíbulo principal, con sillones
altos de madera tallada y terciopelo bordó, estaban custodiados desde el techo
abovedado por una araña de vidrio tallado en infinidad de gotas que parecían
lágrimas suspendidas en el aire.
La
acogedora entrada daba paso a un pasillo mediante una puerta de dos alas, alta
pesada con vidrios fumé que dejaban pasar la luz.
El
pasillo de más de treinta metros daba a seis puertas de cada lado que eran
habitaciones con baño privado. De tanto en tanto, algún mueble recostado sobre
la pared repleto de adornos interrumpía la monotonía de la alfombra por la que
caminábamos.
El
pasillo finalizaba en otra puerta de dos alas que daba a la cocina, pero antes
de llegar a ella doblaba a la izquierda donde se abría en distintas salas de
estar, de juegos, lectura, otra para mirar la TV, más parecía un museo que una casa donde
vivían dos personas.
En la cocina
el atractivo principal era la cocina misma. De losa blanca con pequeñas flores
azules decorativas. Funcionaba a leña, medía al menos 1.5 metros de largo y
pesaba dos toneladas de hierro, dato que me dio Viví al verme maravillada por
ella. Primero hicieron el piso, luego pusieron la cocina que trajeron de
Inglaterra allá por el 1800 y después construyeron la casa en torno a ella, me
contó.
De la cocina
se abrían otras puertas, una iba a la despensa donde guardaban los víveres,
otra a una lúgubre sala de calderas y por fin una puerta pequeña salía a un
patio trasero con un suelo prolijamente trabajado lleno de verduras, legumbres
y chochos.
Pasando
la cerca blanca, la propiedad se extendía hasta más allá del horizonte que en
ese momento se tornaba naranja ambarino dando la sensación de que los montes y
cerros se habían prendido fuego.
Este
edificio y varios de los derrumbados que dejamos en el camino de ingreso, fueron
construidos con ladrillos fabricados en uno de esos edificios donde trabajaban
esclavos e indios domesticados de la zona.
Donde
estábamos, no solo era un lugar de techos altos, pisos de madera, ventanales
altos y finos de vidrios trabajados por donde la luz irrumpía en la penumbra de
tantos recuerdos acomodados en los muebles que se conservaban íntegros a pesar
del paso del tiempo.
A
medida que caminábamos conociendo el lugar, cada ambiente parecía tener una
personalidad. Al ingresar en cada sala, podía sentir la vida que en otrora
inundara el lugar. Pude ver como en una película antigua y por una milésima de
segundo, las damas sentadas en los sillones tomando el té al lado del ventanal,
imaginé sus vestidos blancos, sus bucles dorados, las tazas con borde de oro,
la mesa redonda repleta de vajilla inglesa.
Pero no pude imaginar sus rostros.
La
sala donde se exhibían herramientas recuperadas del campo desde herraduras
hasta arados, pasando por boleadoras, cuchillos, armas de fuego antiguas, me
pareció más oscura, aún con la iluminación puntillosamente predispuesta para
resaltar las piezas, sentí un escalofrío que me recorrió el cuerpo.
Viví continuó
mostrándonos el lugar, cada sala un comentario o descripción breve hasta que
por fin nos contó que la casa había estado abandonada durante más de tres
décadas y que se mudaron allí hacía seis años.
No me
sorprendió escuchar que le costó mucho mudarse porque le tenía miedo a la casa.
Se respiraba en ella un aire pesado y triste.
-
Nosotros vivíamos en la otra casa que está allá
– dijo señalando por la ventana una casita blanca mucho más pequeña y
pintoresca.
Comentó
que mientras estaban en la otra vivienda, siempre sintió -que a pesar de estar
deshabitado este edificio- había alguien que veía paseándose a través de las ventanas,
también que la observaban, y que cada tanto veía gente de negro parada
mirándola por alguna ventana.
Contó
que la familia, siempre conservó los muebles. Juntaron polvo con el paso del
tiempo y que para mudarse había mucho que limpiar y acomodar. Nos confió que cuando
empezó con la limpieza, sin saber porque, sentía miedo al entrar, hasta que
comenzó a pararse en la cocina, pedir permiso y saludar en voz alta y así, la tensión que sentía comenzaba a
soltarla.
-
Después me acostumbré a todo – dijo y nos
siguió guiando en la recorrida.
Caída la tarde y luego de acomodarnos, Viví
anunció que comeríamos pollo asado. Dispuso un comedor con una mesa de roble
con lugar para unos catorce comensales. Destapamos una botella de “Casillero
del diablo” violeta y disfrutamos de la charla, mientras se hacía la comida.
Una
vez ubicados en nuestros lugares cenamos y el vino suave, espeso y con un
delicado sabor a frutos rojos comenzó a subirse a mi cabeza, por lo que me
disculpé y me retiré a dormir mientras el resto del grupo se debatía en un
juego de TEG.
La
habitación que nos habían asignado se ubicaba a dos puertas de la cocina.
Estaba discreta y delicadamente adornada. En su centro la cama King se desparramaba
con un acolchado claro y sabanas con bordes de broderí blanco en combinación
con las cortinas de la amplia ventana de cristales impecables.
El
respaldo de la cama era de madera tallada, cuyo dibujo dejaba adivinar un
paisaje montañez con un ciervo de imponente cornamenta, mirando la luna desde
lo alto de un risco. Magnífico, pensé. Era una obra de arte.
Admiré
el resto de los muebles que combinaban exquisitamente con el respaldo de la
cama. Me metí en el baño blanco en firme contraste con la habitación, me di un
relajador baño y me acosté. No pasó mucho tiempo para que el sueño me doblegara,
descansé tan profundamente que al despertar no sabía dónde estaba.
Percibí
la luz entrando por la ventana, escuché ruidos. Vi pasar la silueta de un jinete
en su caballo y escuché sus cascos resonando en las piedras del sendero lateral
del edificio al que daba la ventana. Escuche el bullicio de la gente hablando,
ruidos de platos y cubiertos del otro lado de la puerta de la habitación. En la
puerta del baño logré ver la silueta de alguien.
-
Avísame cuando termines así me levanto – dije a
mi pareja, acurrucándome en la cama y cerrando los ojos.
Al
girar sobre mí, se me cortó la respiración al sentir a Ariel dormido a mi lado,
me senté de golpe mirando la puerta del baño. No había nadie. De repente el
silencio inundó el lugar. Entré al baño despacio, pero no encontré nada. Me
relajé a medias, los ruidos y el bullicio del exterior fueron retomando el
ritmo a medida que me vestía.
Debe
ser mediodía y yo durmiendo, me avergoncé. Cuando estuve lista para salir, recordé
que no tenía zapatillas, las dejé en la entrada el día anterior. Tenía que sacarle
las zarzas que se le habían pegado de andar en el campo. Miré a Ariel que
dormía plácidamente y le toqué el hombro. Respondió con un resoplido y se dio
vuelta.
Al abrir
la puerta de la habitación y salir al pasillo, con medias como único calzado, el
lugar se volvió a sumir en un silencio absoluto. El sol entraba por las
ventanas generando un resplandor amarillento formando líneas con el polvo que
jugaba suspendido en el aire.
Me
dirigí a la cocina para ver si podía ayudar en algo, pero al llegar no encontré
a nadie. La cocina estaba apagada y fría, la mesa vacía y lo único que se
escuchaba era el tic tac del reloj que colgaba de la pared y marcaba las ocho
de la mañana.
Era
lógico que estuvieran todos durmiendo, era sábado y se quedaron jugando TEG. No
sabía prender la cocina, no podía fumar ahí adentro, así que me senté en la
mesa redonda mirando hacia el pasillo. Estaba evaluando la posibilidad de
volver a acostarme, cuando ví una persona a través del vidrio fumé del otro
lado del pasillo que se movía en dirección a mí, al traspasar el umbral de la
puerta alta desapareció ante mis ojos.
Salté
como si tuviera un resorte en las piernas. Miré mejor, no había nadie. Solo
silencio y el tic tac del reloj que comenzaba a atormentarme. Detrás de mí, se
abrió levemente la puerta que iba a la sala de calderas. Giré sobre mí
esperando ver a Ian salir del lugar, pero esperé en vano. No salió nadie. Me
asomé dubitativa. Mis zapatillas estaban en la escalerita del otro lado de la
sala. Quizás Viví las puso ahí para que las vea cuando salgo, me convencí.
La
sala de calderas era una habitación en desnivel y para alcanzar las zapatillas
debía bajar unos seis escalones, atravesar la sala y subir otros seis escalones
que daban a una puerta que salía a la parte del estacionamiento.
Me
paré en el borde y miré la puerta de salida, tenía pestillo puesto, quizás esté
con llave. Busqué con la mirada y vi colgada la llave al lado de la puerta. Las
calderas hacían ruido, la casa hacía ruido, pero más que ruidos parecían
lamentos que me recorrían de pies a cabeza. Me embargó la urgencia de salir de
ahí. Sentí la presencia de alguien detrás de mí, temí mirar, dude, pero giré y no
había nadie. Debía salir de ahí. Me temblaban las piernas. Calculé la
escalerita de bajada y de subida, ¿Cuánto tardaría en abrir la puerta? no
quería quedarme en esa sala ni un segundo más de lo necesario.
Baje
de dos zancadas, apuré el paso entre las sombras hasta llegar a la luz que
iluminaba la escalera de salida, salte y agarre la llave, sentí algo moverse detrás
de mí, no miré, abrí la puerta, tomé mis zapatillas y salí corriendo hasta el auto
que estaba en el estacionamiento, me metí adentro con la respiración entre
cortada y trabé las puertas. No debo llorar, pensé, no debo llorar. Temblaba.
Como si todo el frío del mundo me abrazara. Nunca había tenido tanto miedo.
Lo que
sea que hay ahí no me quiere en la casa.
Deduje. Mi bolso estaba en la habitación, no podía irme sin Ariel. Prendí
la radio, solo estática. Mi celular estaba en la casa. No tenía forma de pedir
ayuda. ¿Ayuda porque si no me había pasado nada? Tenía que volver a entrar. Una
idea desesperada. Junté coraje por más de media hora, o quizás fueron unos
minutos, pero a mí me parecieron eternos. Limpié las zapatillas, me calcé y
encaré la puerta.
Calculé
cuanto tardaría en llegar a la cocina y me lancé en una corrida, llegue y trabé
la puerta detrás de mí. Me paré en el medio de la cocina y dije con sumisión:
Buenos días, con su permiso voy a pasar.
Volví
a tomar asiento más relajada. Ian llegó a calentar agua para el desayuno.
-
Buen día, ¿levantada tan temprano?
-
Yo… - no podía contarle lo que me pasaba- es
que escuché… gente y me levanté, pensé que era más tarde.
-
Viví ya viene a preparar el desayuno – dijo y
me miró de la cabeza a los pies. Miró las zapatillas a las que aún le quedaban
algunas zarsas y rastros de cardos enganchados – Son difíciles de sacar una vez
que se te pegan. Te acostumbras o pueden ser una pesadilla.
-
¿Qué hacen acá solos? – dijo Viví desde el
umbral de la puerta mirando a Ian
-
Ya, es que la han estado espantando. Pero creo
que ya lo resolvió. – respondió Ian con
naturalidad y Viví me sonrió con naturalidad en gesto de aprobación.
Enero 2012