domingo, 31 de mayo de 2020

Mi primer recuerdo


Corría el invierno del 72 y vivíamos en Buenos Aires, pero claro, yo no tenía conciencia de ello, nací el 24 de agosto de 1970 en Chilecito, La Rioja, dato del que me percataría años más tarde.

Mis zapatos negros de charol relucientes, no se movían de la baldosa naranja con ribetes blancos amarillos y negros. Desde ese cuadrado de 20 por 20, podía ver que la mesa escuálida de fórmica marrón y patas negras también delgadas en la que comíamos todos los días estaba llena de cosas y las sillas no estaban. Gladys, la vecina de al lado, con su ir y venir apresurados, hacían que me mantenga callada y quieta en un costado. Yo era la espectadora de un momento inolvidable.

La luz amarillenta bañaba como de costumbre esa cocina-comedor. Gladys ni se percataba de mi presencia ahí, era un mueble más. Ella era una mujer gigante, parecía una montaña en comparación a mi mamá y su escaso metro cincuenta, llevaba un batón azul de florecitas blancas diminutas, su cabello corto a lo varón y de color negro azabache, no paraba de moverse y de a ratos desaparecía detrás de la cortina floreada que servía de división de los dos ambientes. Yo no podía ver que sucedía adentro.

Pero en una de esas idas y venidas, Gladys trajo algo envuelto que agarraba cuidadosamente, no podía ver que era aunque estiraba el cuello y me paraba en puntitas de pie sin éxito. No vi, pero por el ruido, entendí que lo metió en un fuentón verde claro de plástico lleno de agua.

Por unos segundos, por fin pude ver por un costado de la mujer. Se dibujaba difuminada y borrosa, una mano pequeña, que tocaba y se patinaba contra el fuentón. Yo no entendía. Hasta que Gladys, me miró y con una dulce sonrisa, me dijo: “Vení, conocé a tu hermana.”

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