Corría el invierno del 72 y vivíamos en Buenos Aires, pero
claro, yo no tenía conciencia de ello, nací el 24 de agosto de 1970 en
Chilecito, La Rioja, dato del que me percataría años más tarde.
Mis zapatos negros de charol relucientes, no se movían de la
baldosa naranja con ribetes blancos amarillos y negros. Desde ese cuadrado de
20 por 20, podía ver que la mesa escuálida de fórmica marrón y patas negras
también delgadas en la que comíamos todos los días estaba llena de cosas y las
sillas no estaban. Gladys, la vecina de al lado, con su ir y venir apresurados,
hacían que me mantenga callada y quieta en un costado. Yo era la espectadora de
un momento inolvidable.
La luz amarillenta bañaba como de costumbre esa
cocina-comedor. Gladys ni se percataba de mi presencia ahí, era un mueble más.
Ella era una mujer gigante, parecía una montaña en comparación a mi mamá y su
escaso metro cincuenta, llevaba un batón azul de florecitas blancas diminutas,
su cabello corto a lo varón y de color negro azabache, no paraba de moverse y
de a ratos desaparecía detrás de la cortina floreada que servía de división de los
dos ambientes. Yo no podía ver que sucedía adentro.
Pero en una de esas idas y venidas, Gladys trajo algo envuelto
que agarraba cuidadosamente, no podía ver que era aunque estiraba el cuello y
me paraba en puntitas de pie sin éxito. No vi, pero por el ruido, entendí que
lo metió en un fuentón verde claro de plástico lleno de agua.
Por unos segundos, por fin pude ver por un costado de la
mujer. Se dibujaba difuminada y borrosa, una mano pequeña, que tocaba y se
patinaba contra el fuentón. Yo no entendía. Hasta que Gladys, me miró y con una
dulce sonrisa, me dijo: “Vení, conocé a tu hermana.”
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