Ahí estaba, en esa vieja terminal del colectivo de veredas
vainilla aporreadas por el tiempo, calzada gris ondulada y dos sauces custodios
que nunca dejaron de llorar silenciosos, mientras yo, esperaba -a veces
bastante tiempo- el transporte que durante años me llevó a mi casa al salir de
la facultad.
Durante diez años, vi llegar colectivos llenos, cómo los
pasajeros descendían cual hormigas y se dispersaban apurados para todos lados
hasta dejar de nuevo la playa desolada. Luego escuchaba el suspiro de los
vehículos y de la puerta trasera salían con su camisa azul con logo de la línea
los choferes a tomarse sus cinco minutos de descanso. Siempre las mismas caras,
algunos saludaban, otros solo miraban sin ver.
Siempre pensé que nadie conoce tanta gente en su vida como un
colectivero. Un gremio mal visto, pero, no todos son como lo cuentan las malas
lenguas. He conocido choféres que tienen buenos modales y sonríen a pesar del
tráfico, el clima, la gente y su mal humor; dan los buenos días y hasta te
hacen algún comentario agradable.
Antes viajaba mucho en transporte público y difícilmente
podía ver gente que salude al chofer. La mayoría de la gente sube, indica
destino o precio del boleto y ni por favor y mucho menos gracias dicen a quién
tiene la tarea de llevarlos sanos y salvos hasta su casa, trabajo, club,
escuela o donde sea que se dirijan. ¿Será que la indiferencia es consecuencia
de los problemas? Tan compenetrados estamos a veces como para no decir “Hola”
Será que los choféres a los que tildan de violentos son víctimas de la
indiferencia? ¿Será que la indiferencia alimenta la violencia? Quizás no lo
sepa nunca, yo saludaba al subir y al bajar y me trataban bien.
Volver a ver la plaza de enfrente, los coches pasar a toda
velocidad por la Avenida Alcorta, me hizo sentir tan lejos de todo eso, y la
sensación de que veía una película desde mi cómodo sillón en la sala de mi casa
se apoderó de mí. Una película que conocía de memoria y que no creí que
volvería a ver. Tampoco que volvería a pararme en ese lugar, y ahí estaba por esas
cosas de la vida. Volví a observar las mismas imágenes de siempre.
Los carteles publicitarios que me sirvieron de protección del
sol, de la lluvia, del viento y de la noche si se quiere porque al encenderse
el sector parece volver a la vida con la luz blanca que emana, tan distinta a la
lánguida y amarillenta de los postes de luz de la avenida; el cartel diminuto indicador
de la línea que allí para y que resume el recorrido de dos horas desde ahí al
conurbano en ocho palabras. Un viaje que en realidad es de veinte minutos, pero
el recorrido se hace de dos horas como mínimo con suerte, sin tráfico y viento
a favor. Si fuera tan sencillo como ocho palabras, no me habría costado dos
años aprenderme el recorrido. Los resúmenes dejan tantas cosas en el camino.
Cuando el sol comenzó a bajar y las luces ambarinas empezaron tomar vida -dándole al lugar un resplandor dorado anaranjado - el
colectivo pareció desinflarse al frenar delante de mí. Siempre tuve la
sensación de que eran seres vivos y suspiraban, que a veces gruñían y otras tosían,
como si tuvieran vida y alma.
La puerta con un rechinar metálico se abrió y me dejó ver la
sonrisa de Martín que me esperaba en lo alto del asiento con gesto sorprendido.
La respuesta fue automática, devolver la sonrisa sin pensar, sin darme cuenta,
como siempre me pasó, como si fuera contagioso.
El saludo no se hizo esperar y el interrogatorio de como
estoy, que hago ahí, fue seguido de un “que gusto verte” que desbordaba emoción
al pronunciarlo y no disimulaba el brillo que da la humedad de los ojos cuando
estas a punto de soltar una lágrima. Tuve el impulso de abrazarlo, pero no era
apropiado el lugar ni la gente que esperaba tras de mí lo entenderían. Mejor
así, si lo abrazaba me largaría a llorar. De esta manera, ambos sonreíamos.
Siempre sentí a Martín como un generador de sonrisas, como
buen cordobés, lleva la alegría en los labios y la sonrisa en los ojos y en lo
que más íntimamente me concierne siempre pensé que él me devolvió la alegría
que la vida me había quitado hace muchos años. Cada vez que lo recuerdo me
siento en deuda, aunque diga lo contrario, sé que le debo. Le debo mucho y ahí
estaba parada frente a él y el mundo pareció desaparecer.
Parecía que el destino se había complotado para que nos
encontremos, para charlar, para vernos, para estar en silencio, para sentirnos una
vez más desde aquella remota época en la que partí para vivir alejada de la
locura de la City y me alejé de Martin que me dio tanto. Esa era su última
vuelta y luego yo, como antes y el corazón al galope, no sé si era el mío o el
de él.
Me senté en el primer asiento, más que mirarlo lo contemplé,
estaba más flaco, aún no tenía canas pero las entradas eran más notorias y su
camisa, su camisa siempre azul estaba impecable como el primer día. En cada
semáforo que frenaba, levantaba la vista, me descubría mirándolo por el espejo y
me regalaba una sonrisa. Un beso. Sentí sonrojarme de a ratos. Sentí una
revolución en el pecho, en el estómago. Me sentí joven otra vez. Me sentí viva
como siempre cuando estaba con él.
El recorrido igual, las vidrieras, los edificios, los
carteles luminosos, las plazas, y cada vez que pasábamos por algún lugar donde
estuvimos el me hacía una seña y me transportaba a aquellos momentos, de
charlas acurrucados en el auto o en el banco de una plaza, de una cerveza en el
bar de Beiró, de partidos de pool con amigos, de helados en la estación de servicios, de
noches hablando bajito para que nadie se despierte o de largas horas en
silencio sentados a la par mientras yo estudiaba y él hacía mate.
El tiempo pareció volar y cuando volví a la realidad, con
unos sacudones en el semáforo de Gral. Paz, sonreí al recordar las veces que me
despertaba cuando salía cansada de la facultad. Él sabía que yo me dormía y
jugaba con el acelerador en ese lugar para que yo despierte y baje en la
próxima. Como siempre, los sacudones me hacían abrir los ojos y lo que veía era
su sonrisa, sus estrellas en los ojos. Bajaba con un gracias y me despedía con
un hasta mañana.
Recordé los libros que llevaba conmigo el día que lo conocí,
el día que reparé en él, o el reparó en mí. Era setiembre y éramos jóvenes. Se
me había vencido el plazo para entregar tres ejemplares enormes de derecho de
obligaciones y sociedades, eran tan grandes que parecía estar luchando con
ellos y él, al ver que no había asientos para mí, me ofreció poner los libros
en la parte de arriba del tablero. Dudé. Me tranquilizó. Dejé los libros, tan
grandes como un símbolo de todo lo que cargaba en esos tiempos, eso que me
pesaba, que me lastimaba y no me permitía sonreír. Ese día, en ese viaje,
Martín, con sus gestos, palabras cuidadas –porque luego confesó que no sabía si
yo me ofendería porque me hablara- con su sonrisa, me ofreció ayuda, y la
acepté, pidió mi número telefónico y yo se lo dí.
Así conocí a Martín. Martín
a secas, sin apellidos, sin dirección, con una historia que fue deshilvanando muy
de a poco, sin principio ni final. Martín sin miedo, sin culpa ni vergüenzas,
sin recelos ni desvelos, sin partido cuadro ni religión, solo Martín. Mi
Martín, un amor efímero y a la vez perenne, de esperas y desencuentros, desenfrenado y paciente, un beso
apasionado y a la vez platónico, un corazón al galope disfrutando cada bombeo, un
desengaño esperado y manso, un amigo fiel, una sonrisa sincera, una realidad
perdurable, un abrazo cálido, un tiempo conmigo y sueños compartidos, un adiós
interminable, un recuerdo suave, un mundo. Martín sin tiempo, simple, sencilla
y vorazmente Martín quien nunca me inspiró un poema de amor por ser una
contradicción.
Como de costumbre jugando con el embrague causando sacudones,
me trajo al mundo una vez más. Ya no había gente en el vehículo, estábamos
solos, me paré y fui a su lado. Faltaba poco para bajar.
Ahí estaba, con sus dientes blanco inmaculado esbozando la
mejor de sus sonrisas. Me preguntó que era de mi vida y no esperó respuesta, me
reprocho que nunca lo acompañé a Córdoba, achinó los ojos y dijo “algún día”,
bajé la vista, seguía ruborizándome cuando me miraba. En ese momento habría
dado la vida por abrazarlo. Al mirar mi
mano notó el anillo, suspiró dolor. Levantó la vista puso primera y me volvió a
sonreír.
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