Cuando bajo del micro eran
las 6 de la mañana de un día de julio. Después de veinte horas de viaje, estaba
en el sur.
Ya había vestigios del nuevo
día que quería despertar, pero ella tuvo la sensación que avanzaba en la más
completa oscuridad. Era un pueblo gris y dormido el que la recibía.
No sentía el frío que se
suponía haría para esa época. Pero las cosas que llevaba encima la hacían
sentir un leve rubor en las mejillas, haciendo que la ropa la sofocara.
Mil trescientos kilómetros
después de comenzar su viaje, por fin se preguntó “¿que estoy haciendo?”. Se
sacudió el pensamiento de la cabeza, se puso la guitarra al hombro, levantó el
bolso y se encaminó a buscar transporte local.
Desde el taxi, vio como las
calles grises de un pueblo desconocido la recibían calladas y polvorientas. El
viento golpeaba el vehículo y el sol daba señales de querer aparecer pero no se
animaba.
Al detenerse en la dirección
que llevaba anotada en un papelito amarillo pequeño y arrugado, observó en la
vereda deteriorada un niño de unos 8 años que al verla le sonrió.
-
Mi papá trabaja hoy.
–Dijo mirándola de arriba abajo, estudiándola, calculándola.
-
¿Estás solo? – preguntó desconfiada, como todos los que
llegan de Buenos Aires.
-
Vuelve a la noche mi
papá.
-
Ok – dijo insegura
“no me puedo quedar en una casa que no conozco con un hijo ajeno menor de edad”-
¿Desayunaste?
-
No – y le brillaron
los ojitos como avellanas que se abrieron curiosos y expectantes.
-
Me gustaría que
vayamos a algún lugar público a desayunar y hacer tiempo hasta que llegue tu
padre. No es adecuado que ingrese a tu casa estando vos solo.
Le daba miedo quedarse con ese
niño, no por el niño en sí, “no es más que un niño”, eso mismo era lo que la
asustaba, los riesgos que eso conllevaba. “Con que criterio deja que su hijo me
reciba sin conocerme?” - Miró la casucha
deteriorada, humilde en todo sentido y se sintió fuera de lugar. Pero ya estaba
ahí y no era su costumbre retroceder.
– ¿Hay
algún lugar para comer que este abierto a esta hora y quieras ir? Interrogó al niño.
-
Si! Vamos. – dijo el
pequeño tomándola con su pequeña mano fría.
Llegó al sur como
consecuencia del uso de la tecnología. Había comenzado una amistad por Internet
hacía cerca de dos años, cuando ella aún estaba casada. Un día, saturada de todo,
le contó a su amigo virtual que necesitaba vacaciones.
-
Date una vuelta por
el sur, acá hay paz, relax te recibimos con los brazos abiertos – y muchos
muñequitos se encendieron en la línea de escritura de su amigo – Descansar es
lo que cualquier ser humano necesita.
-
No… No corresponde –
dijo, queriendo decir “no me animo”
-
¿Tu marido no te
deja?
-
No es eso, no tengo
marido.
-
¿Y eso cuando pasó? ¿Porque
no me contaste? ¿No somos amigos acaso?
-
Muchas preguntas
todas juntas. – escribió esquivando las respuestas. No era de esas personas que
corría a poner en internet lo que le pasaba en su vida.
La realidad era que se había
separado hacía unos meses y cuando le preguntaban por su marido, respondía “no
esta”. Quizás tenía miedo de que se enteren que estaba sola, quizás tenía miedo
de enterarse que estaba sola.
A decir verdad ella sentía
que no había diferencia, ya que su vida con marido o sin marido era la misma,
hacía tiempo que se sentía sola y la decisión de separarse le costó más a él
que a ella. Aun así, agradeció no tener hijos con ese hombre para no volver a
verlo, pero lo lamentó al mismo tiempo porque siempre quiso tenerlos y nunca
era el momento.
Se había casado joven, por
elección y no por apuro como había creído su madre cuando le anunció su
casamiento. Siempre se mantuvo trabajando y estudiando, al contrario de su
marido que nunca duraba más de tres meses en un empleo y nunca trabajaba más de
tres meses al año. Eso sí, su casa brillaba. En la última discusión que
tuvieron antes de separarse, ella le reprochó “necesito un marido, no una
mucama”.
Cuando él por fin armó el
bolso y se fue, hasta el aire cambio en el enorme y antiguo caserón de
Caballito donde vivía. No se llevó nada, más que efectos personales que
entraron en una mochila que el guardaba celosamente desde el día que se
conocieron. Siempre contó que había sido mochilero. No le pidió absolutamente nada, solo “un
préstamo” que consistió en dos mil pesos que ella gustosa le entregó para que
de una buena vez se largara.
Hasta la casa era de ella ya
que la había recibido como legado al fallecer “un tío” según su madre. Lo que
nunca entendió es porque ese tío no le legó nada a sus hermanos, pero nunca se
animó a indagar en el pasado. Pensaba que los muertos, muertos están y así han
de quedarse, ¿para que incomodarlos en su descanso?
Quince años y nunca habían
salido de viaje. Nunca se planteó la idea en serio, ya que como él no
trabajaba, sobrevivían con el sueldo de ella y, si bien ella siempre “guardaba
algo” para él nunca era suficiente por lo que se había acostumbrado a pasar las
vacaciones en su casa “descansando”.
Le costó demasiado ir a una agencia
de viajes y comprar un pasaje a un lugar a 1300 km de distancia. Le
costó tanto que fue recién en su tercer intento que logró comprarlo. Las dos
veces anteriores, llegaba a la puerta del local, se frenaba, miraba a través
del vidrio y se marchaba.
Su primer día en el sur lo
pasó caminado, en compañía de ese niño que la recibió al despuntar el alba. Conoció
gran parte de Plaza Huincul y Cutral Có.
Dos pueblitos habitados por
gente que trabajaba en las petroleras, dos pueblos plagados de Casinos y
quinchos, Museos Paleontológicos y Reservas naturales para el avistaje de 500
especies de aves diferentes, ó por lo menos así lo anunciaba un gran cartel en
la agencia de viajes.
Eran dos pueblitos separados
o unidos - no se decidía- por una ruta
donde corría el viento y cada tanto un camión de cargas le despeinaba su
cabellera negro azabache.
Las calles eran anchas y
despobladas. Solo corrían por allí, como en las películas del viejo oeste que
le gustaba ver de pequeña, los rodamundos, esas marañas de ramas secas entrelazadas
hechas una rueda, allá las conocían como “matojos”. Había poca gente, lugareños que la miraban
sabiendo que no era de allí, con la expresión sin disimulo de ¿“Quien sos?”.
Pasearon por el boulevard, cuyo
verde florido de otra estación ya había desaparecido por completo como
consecuencia de la escarcha que caía por las noches. Solo quedaban los carteles
pelados del algún evento pasado.
Anduvieron por la avenida
“más concurrida” donde solo había dos negocios abiertos, una panadería y un
ciber. Así que entraron en ambos, compraron facturas a “precio turista” y
mientras miraban vidrieras sin luz se las comieron. Era época de Mundial de
Futbol, por lo cual, entendió que no haya tanta gente por las calles.
Luego de almorzar unos
panchos comprados en el ciber donde pasaron unas dos o tres horas, se dirigieron
a la plaza y se sentaron. Con tranquilidad contemplo al niño jugar. Lo contempló y deseó haber tenido un hijo.
Cuando comenzó a bajar el
sol, la tomó de la mano, y emprendieron el regreso a la casa caminando despacio
y en silencio.
La tarde se apresuró naranja
detrás de las casas bajas del barrio y dio paso a la luna redonda, que se
irguió blanca y la encontró sentada en el pilar de la casa que sería su abrigo
aquella noche. Su amigo estaba por llegar y el frío ya se comenzaba a colar por
sus jeans. El niño se mecía a su lado,
callado, esperando.
Las luces de una camioneta,
espantaron las sombras que habían inundado el lugar. Era su amigo, que la
saludo con un abrazo largo y cálido. Walter, alto, fornido, moreno, de pelo
negro y largo, de rasgos suaves y mirada amistosa, la observaba y sonreía.
- ¡Por fin te conozco
“Negri”! Entremos! ¿Qué hiciste todo el día?
- Conocer el pueblo, tuve un
día agitado y un guía estupendo.
Entraron en la casita
diminuta, donde la recibió una sala de tres por tres, a la derecha una cocina
escondida con una mesita vieja y destartalada. Un pasillo al frente llevaba al baño
y a dos habitaciones -más pequeñas que la sala-. “Humilde, pero acogedora” pensó.
Walter dejó sus bártulos en
un costado y mientras preparaba café, le hablaba de lo largo de su día y le
hacía mil preguntas de las que no esperaba la respuesta para formular la
siguiente, ella recorría con la mirada el lugar, los muebles escasos y
sencillos, los portarretratos con fotos familiares y polvo.
-
Sentáte, relájate,
después te acomodamos. Contame ¿qué te pareció el pueblo?
-
Muy tranquilo, fuimos
al museo, a la plaza, caminamos mucho.
-
¿Con quién?– dijo
extrañado mientras le servía café recién preparado.
-
Con tu hijo – dijo con
naturalidad señalando la foto que estaba en el aparador– un santo, debe haber
quedado cansado porque paso derecho a la habitación.
Walter se puso blanco, sin
decir palabra, tomó la foto. La rozó con los dedos, la besó. Quiso decir algo,
pero las palabras se le quebraron en la garganta. Las lágrimas le brotaron como
agua de deshielo en primavera. Ella no entendía, ella no sabía, su mirada lo
interrogaba atónita:
- Maty… falleció el año pasado en un accidente
mientras yo estaba trabajando.
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