jueves, 20 de agosto de 2015

El nene de Cutral Có

Cuando bajo del micro eran las 6 de la mañana de un día de julio. Después de veinte horas de viaje, estaba en el sur.

Ya había vestigios del nuevo día que quería despertar, pero ella tuvo la sensación que avanzaba en la más completa oscuridad. Era un pueblo gris y dormido el que la recibía.

No sentía el frío que se suponía haría para esa época. Pero las cosas que llevaba encima la hacían sentir un leve rubor en las mejillas, haciendo que la ropa la sofocara.

Mil trescientos kilómetros después de comenzar su viaje, por fin se preguntó “¿que estoy haciendo?”. Se sacudió el pensamiento de la cabeza, se puso la guitarra al hombro, levantó el bolso y se encaminó a buscar transporte local.  

Desde el taxi, vio como las calles grises de un pueblo desconocido la recibían calladas y polvorientas. El viento golpeaba el vehículo y el sol daba señales de querer aparecer pero no se animaba.

Al detenerse en la dirección que llevaba anotada en un papelito amarillo pequeño y arrugado, observó en la vereda deteriorada un niño de unos 8 años que al verla le sonrió.

-          Mi papá trabaja hoy. –Dijo mirándola de arriba abajo, estudiándola, calculándola.
-          ¿Estás solo? –  preguntó desconfiada, como todos los que llegan de Buenos Aires.
-          Vuelve a la noche mi papá.
-          Ok – dijo insegura “no me puedo quedar en una casa que no conozco con un hijo ajeno menor de edad”- ¿Desayunaste?
-          No – y le brillaron los ojitos como avellanas que se abrieron curiosos y expectantes.
-          Me gustaría que vayamos a algún lugar público a desayunar y hacer tiempo hasta que llegue tu padre. No es adecuado que ingrese a tu casa estando vos solo.

Le daba miedo quedarse con ese niño, no por el niño en sí, “no es más que un niño”, eso mismo era lo que la asustaba, los riesgos que eso conllevaba. “Con que criterio deja que su hijo me reciba sin conocerme?”  - Miró la casucha deteriorada, humilde en todo sentido y se sintió fuera de lugar. Pero ya estaba ahí y no era su costumbre retroceder.

– ¿Hay algún lugar para comer que este abierto a esta hora y quieras ir?  Interrogó al niño.
-                      Si! Vamos. – dijo el pequeño tomándola con su pequeña mano fría.


Llegó al sur como consecuencia del uso de la tecnología. Había comenzado una amistad por Internet hacía cerca de dos años, cuando ella aún estaba casada. Un día, saturada de todo, le contó a su amigo virtual que necesitaba vacaciones.

-          Date una vuelta por el sur, acá hay paz, relax te recibimos con los brazos abiertos – y muchos muñequitos se encendieron en la línea de escritura de su amigo – Descansar es lo que cualquier ser humano necesita.
-          No… No corresponde – dijo, queriendo decir “no me animo”
-          ¿Tu marido no te deja?
-          No es eso, no tengo marido.
-          ¿Y eso cuando pasó? ¿Porque no me contaste? ¿No somos amigos acaso?
-          Muchas preguntas todas juntas. – escribió esquivando las respuestas. No era de esas personas que corría a poner en internet lo que le pasaba en su vida.

La realidad era que se había separado hacía unos meses y cuando le preguntaban por su marido, respondía “no esta”. Quizás tenía miedo de que se enteren que estaba sola, quizás tenía miedo de enterarse que estaba sola.

A decir verdad ella sentía que no había diferencia, ya que su vida con marido o sin marido era la misma, hacía tiempo que se sentía sola y la decisión de separarse le costó más a él que a ella. Aun así, agradeció no tener hijos con ese hombre para no volver a verlo, pero lo lamentó al mismo tiempo porque siempre quiso tenerlos y nunca era el momento.

Se había casado joven, por elección y no por apuro como había creído su madre cuando le anunció su casamiento. Siempre se mantuvo trabajando y estudiando, al contrario de su marido que nunca duraba más de tres meses en un empleo y nunca trabajaba más de tres meses al año. Eso sí, su casa brillaba. En la última discusión que tuvieron antes de separarse, ella le reprochó “necesito un marido, no una mucama”.

Cuando él por fin armó el bolso y se fue, hasta el aire cambio en el enorme y antiguo caserón de Caballito donde vivía. No se llevó nada, más que efectos personales que entraron en una mochila que el guardaba celosamente desde el día que se conocieron. Siempre contó que había sido mochilero.  No le pidió absolutamente nada, solo “un préstamo” que consistió en dos mil pesos que ella gustosa le entregó para que de una buena vez se largara.

Hasta la casa era de ella ya que la había recibido como legado al fallecer “un tío” según su madre. Lo que nunca entendió es porque ese tío no le legó nada a sus hermanos, pero nunca se animó a indagar en el pasado. Pensaba que los muertos, muertos están y así han de quedarse, ¿para que incomodarlos en su descanso?

Quince años y nunca habían salido de viaje. Nunca se planteó la idea en serio, ya que como él no trabajaba, sobrevivían con el sueldo de ella y, si bien ella siempre “guardaba algo” para él nunca era suficiente por lo que se había acostumbrado a pasar las vacaciones en su casa “descansando”.

Le costó demasiado ir a una agencia de viajes y comprar un pasaje a un lugar a 1300 km de distancia. Le costó tanto que fue recién en su tercer intento que logró comprarlo. Las dos veces anteriores, llegaba a la puerta del local, se frenaba, miraba a través del vidrio y se marchaba.

Su primer día en el sur lo pasó caminado, en compañía de ese niño que la recibió al despuntar el alba. Conoció gran parte de Plaza Huincul y Cutral Có.

Dos pueblitos habitados por gente que trabajaba en las petroleras, dos pueblos plagados de Casinos y quinchos, Museos Paleontológicos y Reservas naturales para el avistaje de 500 especies de aves diferentes, ó por lo menos así lo anunciaba un gran cartel en la agencia de viajes.

Eran dos pueblitos separados o unidos - no se decidía-  por una ruta donde corría el viento y cada tanto un camión de cargas le despeinaba su cabellera negro azabache.

Las calles eran anchas y despobladas. Solo corrían por allí, como en las películas del viejo oeste que le gustaba ver de pequeña, los rodamundos, esas marañas de ramas secas entrelazadas hechas una rueda, allá las conocían como “matojos”.  Había poca gente, lugareños que la miraban sabiendo que no era de allí, con la expresión sin disimulo de ¿“Quien sos?”.

Pasearon por el boulevard, cuyo verde florido de otra estación ya había desaparecido por completo como consecuencia de la escarcha que caía por las noches. Solo quedaban los carteles pelados del algún evento pasado.

Anduvieron por la avenida “más concurrida” donde solo había dos negocios abiertos, una panadería y un ciber. Así que entraron en ambos, compraron facturas a “precio turista” y mientras miraban vidrieras sin luz se las comieron. Era época de Mundial de Futbol, por lo cual, entendió que no haya tanta gente por las calles.

Luego de almorzar unos panchos comprados en el ciber donde pasaron unas dos o tres horas, se dirigieron a la plaza y se sentaron. Con tranquilidad contemplo al niño jugar.  Lo contempló y deseó haber tenido un hijo.

Cuando comenzó a bajar el sol, la tomó de la mano, y emprendieron el regreso a la casa caminando despacio y en silencio.

La tarde se apresuró naranja detrás de las casas bajas del barrio y dio paso a la luna redonda, que se irguió blanca y la encontró sentada en el pilar de la casa que sería su abrigo aquella noche. Su amigo estaba por llegar y el frío ya se comenzaba a colar por sus jeans.  El niño se mecía a su lado, callado, esperando.

Las luces de una camioneta, espantaron las sombras que habían inundado el lugar. Era su amigo, que la saludo con un abrazo largo y cálido. Walter, alto, fornido, moreno, de pelo negro y largo, de rasgos suaves y mirada amistosa, la observaba y sonreía.

- ¡Por fin te conozco “Negri”! Entremos! ¿Qué hiciste todo el día?
- Conocer el pueblo, tuve un día agitado y un guía estupendo.

Entraron en la casita diminuta, donde la recibió una sala de tres por tres, a la derecha una cocina escondida con una mesita vieja y destartalada. Un pasillo al frente llevaba al baño y a dos habitaciones -más pequeñas que la sala-. “Humilde, pero acogedora” pensó.

Walter dejó sus bártulos en un costado y mientras preparaba café, le hablaba de lo largo de su día y le hacía mil preguntas de las que no esperaba la respuesta para formular la siguiente, ella recorría con la mirada el lugar, los muebles escasos y sencillos, los portarretratos con fotos familiares y polvo.

-          Sentáte, relájate, después te acomodamos. Contame ¿qué te pareció el pueblo?
-          Muy tranquilo, fuimos al museo, a la plaza, caminamos mucho.
-          ¿Con quién?– dijo extrañado mientras le servía café recién preparado.
-          Con tu hijo – dijo con naturalidad señalando la foto que estaba en el aparador– un santo, debe haber quedado cansado porque paso derecho a la habitación.

Walter se puso blanco, sin decir palabra, tomó la foto. La rozó con los dedos, la besó. Quiso decir algo, pero las palabras se le quebraron en la garganta. Las lágrimas le brotaron como agua de deshielo en primavera. Ella no entendía, ella no sabía, su mirada lo interrogaba atónita:

 - Maty… falleció el año pasado en un accidente mientras yo estaba trabajando.

No hay comentarios:

Publicar un comentario