El viento
arremetía furioso las costas de la ciudad de Punta Arenas. Aullando plegarias,
impartiendo maldiciones, empujándonos sacudiéndonos dentro de la camioneta color
champagne apodada “Pepa”, que estaba destinada a llevarme al aeropuerto.
En un día claro,
se la podía ver descansar majestuosa y naranja la Isla de Tierra del Fuego, del
otro lado del estrecho. Pero ese día, se había perdido de vista y las nubes
parecían los siete jinetes del Apocalipsis cabalgando desenfrenados hacia la
diminuta ciudad ubicada frente a los confines del mundo.
Mis días en
aquel lugar habían transcurrido tranquilos, entre sol y nieve, montañas, playas
y paseos a la zona franca y los “mall”, entre risas y juegos, noches de amigos y abrazos sinceros, entre
charla y bachata, pisco y tequila.
Pero, la
nieve dejó de caer, el Mohai ya solo era un adorno en algún estante de la
amplia sala de estar. Ya era el momento de partir.
-
Tú te vas y llora
Magallanes Ry – dijo Mirko, serio y tomando el volante con firmeza para no
perder la huella.
Manejar era
algo que hacía muy bien, como corresponde a un viejo y curtido camionero, como había
sido en su juventud. Mirko estaba llegando a los cincuenta, muy alto y moreno,
enorme como un oso pardo. Como decía mi abuela: “lo que tiene de enorme lo
tiene de bueno” y daba los abrazos más cálidos y fraternales que nunca recibí. Si,
un buen tipo, con defectos y virtudes, como cualquiera, pero un buen tipo que hablaba
un chileno argentinizado, por suerte
para mí.
Por suerte,
porque a pesar de hablar español, tanto Argentinos como Chilenos allá en el
sur, hablamos un español a la manera de cada uno y es por eso que cuando se
llega a Magallanes, uno al principio no entiende nada. Así me pasó el día que
llegue, yo buscaba un locutorio para hablar por teléfono, nadie entendía lo que
yo decía y yo no les entendía a ellos. Ellos, con sus ojos como avellanas, me
miraban, me estudiaban. Lógicamente, mientras ellos vestían camperas y abrigos,
yo traía conmigo el verano Argentino con todo y calor de la Ruta 3 en todo su esplendor.
Llevaba puesto un solero corto de tela liviana estampada con florcitas
diminutas, ojotas, anteojos de sol, y mi pañuelo de la suerte en la cabeza que
me protegía del sol que quedó del otro lado de la frontera. Definitivamente muy
veraniega, muy pálida y muy fuera de lugar. Lo que hacía evidente el frío que
erizaba mi piel.
Habíamos
partido hacía tres días de buenos aires y si bien teníamos celular y notebook
como parte del equipaje, pusimos fecha de llegada ese 4 de enero calculando que
llegaríamos cerca del mediodía. Como los tiempos que se manejan en las rutas no
son los mismos a los que estamos acostumbrados en la cotidianeidad. Arribamos a
la ciudad pasadas las cinco de la tarde y el roaming no funcionaba, por lo
cual, para avisar que llegamos, debíamos encontrar un teléfono.
- ¡¿Tan
difícil es encontrar un teléfono en esta ciudad?! - llegue a gritarle al cielo
en aquella oportunidad.
El cielo,
ese mismo cielo que me abrazó gris cuando llegué, me mostraba sus lágrimas el
día de mi partida.
El viento siguió
golpeando el vehículo, de una manera que rayaba la locura, cuando menos para
mí, que no era “habitué” de los inviernos en el fin del mundo.
Pero lo que
me preocupaba era el hielo, lo que había quedado en la ruta -luego de que le echaran
sal - por las nevadas copiosas de días anteriores. Ese barro sucio y los
rastros de escarcha volvieron el camino traicionero. Yo sabía que el hielo era
una moneda de dos caras, la cara blanca y cautivadora y la otra, la
traicionera. Me lo contaba mi tío, que era Gendarme y vivió en el sur muchos
años. Él solía decir:
- Siempre
hay que estar atento, porque una vez que te atrapa hay que bailar su danza y
esperar lo mejor.
Llora
Magallanes Ry. Las palabras de Mirko, seguían repitiéndose en mi mente, como se
repetían los árboles que veía pasar por la ventanilla a la vera de la ruta que
me estaba dando una última mirada por la costanera de aguas embravecidas.
El estrecho
agitaba los barcos que estaban allí anclados. Pesqueros pequeños algunos rojos
otros amarillos, los negros barcos de guerra, los blancos catamaranes, brillantes
cruceros, todos me parecieron imponentes un día atrás mientras desfilaban
tranquilos donde hoy se debatían con contra viento y marea, en ese momento los noté
tan pequeños, tan insignificantemente frágiles
a merced del viento sur, que sentí pena por ellos.
Llora
Magallanes. Llora Magallanes, repetía el aire cálido que nos protegía en el
interior de la “Pepa”. Pero, ¿porque? si
le bese la pata al indio. Y eso es garantía suficiente para saber que voy a
volver.
Así lo dice
la leyenda. Así me lo contó Cony, que con 9 años de edad, ojos grises y mucha
actitud, me llevó a tirones, hasta la plaza de la cuidad.
–
¡Tía, si le
besa la pata al indio volverá a Punta Arenas! ¡De verdad! ¡Le tiene que besar
la pata al indio!
Llegamos corriendo
por el empedrado que conduce a su centro, donde imponente esperaba un indio de
bronce con fácilmente seis metros de altura. Su pie al descubierto,
convenientemente descansa eterno a un metro sesenta del piso, apoyado sobre un
pedestal de piedra volcánica.
Ese día
pensé - ¿Habrán extraído las piedras del Puerto del Hambre? – Es que me había
enamorado de esas playas que se extienden en las afueras de la ciudad, al
sud-oeste, por la ruta que lleva a Fuerte Bulnes, bien al sur, siempre al sur.
Son playas
que parecen haber sido talladas con instrumentos de precisión por los dioses, –
aunque no me imagino un dios con una amoladora en la mano-, hoy esas playas son besadas por el agua turquesa
y pintadas de verdes brillantes y oscuros por el musgo y las algas que la pueblan.
Pero, no
son más que el vómito de un volcán que se desparramara hace añares y que ahora
inactivo descansa bajo una laguna escondida en las alturas de una montaña poblada
de araucarias.
Puerto del
Hambre, un bello lugar con un nombre triste y una historia triste. Un lugar
casi casi en los confines del mundo que te hacen pensar en lo pequeño e
insignificante del ser humano. Un lugar magnífico, mágico y solitario.
No hay que
tener mucha imaginación para saber porque lo bautizaron así. Cuesta creer con toda la fauna y vegetación
que se alza a sus alrededores, sus descubridores hayan muerto de hambre
literalmente. Pero, hace trescientos años atrás más o menos, los inviernos eran
más duros. La historia indica que quedaron varados en esas playas sin
provisiones y perecieron luego de algunos meses. ¿Habrá llorado Magallanes en
aquella oportunidad?
Si, le besé
la pata al indio. Ese día, el sol se escabullía entre las hojas del ejército de
árboles que lo custodiaban y yo, le besé la pata al indio. Con mi estatura, no
tuve que estirarme, ni agacharme, era la altura apropiada, para que pueda darle
un beso en el pie de bronce pulido de aquel indio que se estiraba hacia el
cielo.
Lógicamente,
para regresar hay que partir. Y a eso me disponía a pesar del clima, aunque de
buena gana me quedaría. Si, Punta Arenas, es un buen lugar para vivir.
Pintoresco,
con sus casitas de madera con techo a dos aguas, de estridentes colores amarillos,
verdes, naranjas, azules y lo que más me gusto, sin rejas en las ventanas. Una
cuidad que se extendía sobre los cerros que otrora solo albergara nieve y
coníferas; en donde sus calles subían y bajaban constantemente, entre puentes
que cruzaban ríos y arroyos pedregosos, una ciudad plantada sobre una
topografía caprichosa que enamoraba a quien la conocía.
Mientras mi
mente vagaba, los árboles se habían vuelto finas líneas indefinidas que pasaban
frente a mi ventanilla, cuando todo empezó a girar.
La camioneta
perdió la huella y comenzó a dar tumbos. Mirko lucho con el volante. Para un
lado, para el otro. La “Pepa” daba coletazos como un dorado recién sacado del
agua que luchaba por su vida.
El hielo
era una alfombra suave a la que las ruedas se entregaron sin chistar.
Perdimos el
control –“Todo esta bien, yo le bese la pata al indio”- el viento susurró “Llora Magallanes Ry…”; el Río de los Ciervos
nos abrió sus brazos gélidos y el abrazo se cerró en un estallido de hielo,
agua y sueño eterno.
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